Aún no sabemos casi nada de cómo el cerebro conserva la memoria de una experiencia vivida o soñada o simplemente imaginada: aquel amanecer glorioso en que descubrí el mar, el chasquido seco de mi codo quebrándose cuando caí apoyado sobre la palma de la mano izquierda en mi primer salto de altura, la agridulce sensación al conocerte y ver cómo te ibas para siempre una hora más tarde, el sonido profundo, cálido y armonioso de mi respiración cuando estoy en paz con el mundo y también conmigo mismo.

Las experiencias profundas que vivimos en la más lejana infancia parecen grabarse a fuego, aunque no sabemos dónde ni cómo. Sin embargo, muchos recuerdos cotidianos, vivencias, personas y cosas con las que nos tropezamos de forma rutinaria, fechas que no significan nada importante, se van igual de rápido que llegaron. Como después de cada segundo suele venir otro segundo, como después de una sensación buena o mala llega inevitablemente otra igual o de signo contrario, estamos algo vacunados contra la vida, y la pasamos en gran medida como si fuera a durar para siempre. Sin entrega, sin intensidad, sin corazón, sin alma.

Así de apacible transcurrió la vida de Clive Wearing hasta 1985, cuando con 47 años se podía decir que se encontraba en el cénit de una vida que dedicaba a lo que le gustaba: director de orquesta, amante de su música y querido y respetado por sus amigos y su público. Aquel año, sin embargo, justo seis meses después de contraer matrimonio con Deborah, todo cambió para siempre. Una mañana como otra cualquiera descubrió un mundo radicalmente diferente: de repente todos sus recuerdos, los buenos, los malos, los grandes y los menos importantes, todos se habían esfumado, como si alguien hubiese hecho limpieza en su cerebro. De repente, la nada. No sabía quién era ni recordaba nada de su vida pasada. Todo a su alrededor y dentro de sí mismo era nuevo ante su sorprendida mirada.

Su caso fue y sigue siendo algo excepcional, digno de estudio. Muchos médicos lo estudiaron, sorprendidos de que lo que parecía un simple resfriado hubiese desenca-denado la tremenda catástrofe de una encefalitis. Luego se averiguó que Clive había contraído una infección por herpes simple tipo 1 (HSV-1), que raramente puede cebarse con el sistema nervioso central. Lo cierto es que aquel director de orquesta, felizmente enamorado y recién casado, había desarrollado uno de los casos más raros de amnesia total retrógrada y anterógrada. No recuerda nada desde 1985 y su memoria a corto plazo a partir de aquel día no suele alcanzar más allá de los últimos siete segundos.

Curiosamente, y también felizmente, Clive conserva la memoria al menos para dos cosas: el amor y la música. Conserva la habilidad inconsciente para tocar el piano y sigue amando a su esposa Deborah. Lo más conmovedor de este caso es que Clive, a sus 78 años, parece enamorarse de Deborah cada vez que la ve, como si fuera la primera vez. Y me pregunto si es pura casualidad o, más bien al contrario, es producto de una decisión inteligente que el cerebro se haya quedado con esto: con esos pocos segundos en que un relámpago te sacude el cuerpo desde las plantas de los pies hasta la coronilla, justo cuando te encuentras con el amor de tu vida, ese junto a quien no te importaría morirte ahora mismo.

A duras penas recuerdo el final de aquella reveladora canción de Luis Eduardo Aute: «A veces me pregunto / si no me causa respeto / el paso de los años / desgastando nuestros besos / así como el derroche / de algo más que mucho tiempo / sin vernos un instante / más allá de los espejos. / Por eso necesito, / aunque sé que es un exceso, / que tus ojos me digan / algo así como: de acuerdo, / estoy aquí a tu lado / para que no tengas miedo / al miedo de estar solos, / solos en el universo. / No me hace falta la luna / ni tan siquiera la espuma, /...».

Me bastan solamente siete segundos de ternura.

* Profesor de la UCO