Imagino que se mira al espejo mientras se cerciora de que no falte ningún botón de su floreado traje de verano por abrochar. A sus ochenta y tantos años no está bien enseñar mucho. «¡Con lo guapa que eras!» le dice al reflejo del espejo. Lo que no sabe es que esa belleza se mantiene en cada una de sus canas y en su eterna sonrisa. Por supuesto, no puede faltar la cadena de oro con el pequeño escapulario donde guarda la foto de su difunto esposo; su cuidadora siempre le riñe y le dice que no se ponga esa cadena para salir sola a la calle: «Cualquier día te van a dar un tirón.» ¿Quién va querer robarle desde que sale de su habitación hasta que llega a las Tendillas? ¡Si conoce a todo el mundo después de un año en la residencia de Santa María!

Ha aprendido a vivir rodeada de este grupo de personas que forman parte del nuevo paisaje de su vida. Sus cuidadoras que se esmeran en que nada le falte, aunque debe admitir que, a veces, es un poco impertinente con ellas. Juan --el chino de la tienda, al que bautizó así por no saber decir su nombre-- que nunca contesta a los «buenos días» pero al que empieza a cogerle cariño. Ese entrañable matrimonio que tenía una tienda de imaginería y objetos religiosos y que ha tenido que cerrar por la crisis... Ahora llega el momento que se ha convertido en rutina cada sábado. Se sienta en la terraza de la Flor de Levante y se pide una tarrina pequeña de «mantecao» sin azucar --que ella dice que lo hace por guardar la linea-- y se entretiene en leer el Diario CÓRDOBA que me ha comprado, tras pedirme el favor de que le borre los mensajes que tiene acumulados en su teléfono móvil porque ella no entiende «los trastos estos»

Me enternece verla siempre con esa leve cojera que le provoca la artritis y que ella achaca a un mal movimiento haciendo gimnasia rítmica. Siempre he pensado que la símpatía y el buen humor la mantienen con esa vitalidad tan desbordante. Se sienta frente al kiosco, en ese banco de mármol, y se coloca bien el vestido como si esperara visita. Con sus dedos juega con el anillo de casada que aún adorna su dedo anular. Después de casi seis meses viéndola cada semana, se me ocurrió preguntar por qué se ponía tan guapa para sentarse en el banco cada sábado. «Parece que busca usted novio» le dije, provocando esa contagiosa risa suya. «No, nene. Te voy a contar la verdad: desde que llegué a la residencia, mi hijo me dijo que vendría cada sábado a verme para pasear juntos por las Tendillas» Hubo un silencio incómodo, porque ella sabía perfectamente lo que yo pensaba. En esos seis meses siempre había paseado sola; nunca había visto a ese hijo que jamás aparecía. Me entristeció que una mujer tan alegre tuviera una historia tan dura a sus espaldas. «Tranquilo, no creas que la vieja se ha vuelto loca» ---me dijo con su sonrisa al ver preocupación en mi rostro-- «Yo sé que no va a venir. Me manda un mensaje todos las sábados para decirme que está ocupado o que está de viaje, pero yo me visto y salgo a la calle porque, a mis años, tengo una cosa clara: quizás me queden pocos sábados, pero siempre lo esperaré»

(Está historia es inventada; no existe esta mujer del relato, pero da que pensar, ¿verdad?)

* Escritor