Me fui a comprar una bicicleta y el vendedor dijo que debía esperarme, porque no podía dejar la tienda sola para ir al almacén a buscar la bici que quería llevarme. Y junto a mí, una pareja daba vueltas por los pasillos. Al momento, la chica se fue y nos quedamos solos... aquella noche supe que no era su pareja, sino su hermana. Aquel tipo, con el que charlé al salir de la tienda con mi bicicleta nueva, la primera que me compraba con mi dinero, no solo era atractivo, sino de clase alta, inteligente, galán. Me preguntó por libros, le hablé de mi primera novela, que aún no había publicado. Nos dimos los teléfonos, charlamos. Me invitó al concierto que quería ir y que, al comprar la bicicleta, probablemente no habría podido pagar. Y cuando llegó el momento decisivo, en que un hombre cruza el umbral de respetuoso a bestezuela, mi no fue insuficiente. Me acusó de haber jugado, de ser una cría. El orgullo no me dejó llorar. Y, por supuesto, asumí mi culpa. El desencanto fue mayúsculo, porque me había parecido, a los 20, una cita de lo más encantadora: chica compra bicicleta, chico se enamora, concierto, cena y seducción. No fue así. Volví a casa sintiéndome no solo sucia, sino una descarada. Ahora, con los años, me doy cuenta: el acoso se da de muchas formas, y algunas son elegantes, y sutiles, y encantadoras. Pero es acoso de todos modos. Sé que estas líneas volverán a despertar en muchos hombres lo que desperté aquella noche: que yo no tenía derecho a negarme, y que hacerlo me volvía una fulana. De todos los acosos que he sufrido en mi vida, este es el que más me marcó, precisamente porque no fue un acoso con miedo, con persecución, con violencia, con forcejeo. Fue un acoso acomodado y, por qué no decirlo, clasista. Él, clase alta. Yo, clase obrera. Él, un tipo de 30. Yo, una estudiante de 20. Él, hombre. Y yo, claro, mujer. Todos los elementos.

Durante mucho tiempo creí que había tenido muy mala suerte con los hombres. Ahora me doy cuenta, con todos vuestros #MeToo, de que no era algo personal ni, por supuesto, de suerte. A las mujeres nos acosan, nos violan, nos matan. No es mala suerte, tiene otro nombre pero no a todos nos preocupa. Cada vez que tu no, en la situación que sea, vale igual a nada: no, no es mala suerte, y no, no eres culpable de nada. Yo no lo fui, ni esa vez ni las demás, que fueron más desagradables. Todas, igual de normalizadas. Y todas, tabú personal.

Hace unos días, el Parlamento Europeo debatió sobre el acoso sexual a las mujeres. Prácticamente vacío, con mayoría aplastante de mujeres. No es mala suerte, no, señores: son ustedes, los que tienen algún tipo de poder --más allá de nuestro rechazo, autoestima y hermandad-- y se cruzan de brazos, obviando que la mitad de vuestra población está sufriendo acoso a manos de la otra mitad de la población. Ni yo era demasiado joven, ni él tan encantador, ni fue mala suerte, ni he sido culpable cada vez que me he sentido incómoda y me he negado a continuar. Me too.

* Escritora