Tengo dudas de dónde soy. Es una duda que me asalta a menudo desde que salí de España, hace 10 años. Suelo responder: «Nací en San Sebastián, pero crecí en Madrid». Si el contexto lo permite, prosigo: «Después trabajé y estudié en Londres. Ahora vivo en Bruselas». Es mi manera de presentarme a la europea, deslizándome sobre lugares algo dispares que, sin embargo, siento como propios. Si me provocan, evoco a George Steiner: «Mi patria está donde puedo trabajar. Cualquiera que sea el país que me dé una mesa de trabajo».

Después, pregunto a mi interlocutor, si es foráneo. ¿Conoce mi país? A menudo la respuesta es positiva -he descubierto en mis viajes que, a pesar de nuestras crisis y complejos, España es enormemente popular en el mundo-- y a veces, quizá la mayoría, Barcelona emerge como el destino preferido de la península.

Entonces sucede algo extraño. Me esmero por describir las bondades de Barcelona, ciudad que adoro desde que siendo un niño visité la Boqueria con mi padre para asistir a un pequeño acto electoral; preludio de mis amistades catalanes que vinieron después. No ahorro nunca halagos porque siempre quiero evitar que mi interlocutor -si es una persona informada- pueda pensar, tal y como están las cosas, que mis orígenes guardan algún tipo de rencor con Cataluña.

El desconcierto suele ser importante cuando, preguntado si soy del Madrid, digo que soy del Barça, herencia de mi abuelo materno que, siendo navarro, repetía en sus últimos años, abrigado con unas zapatillas culés, que le hubiera gustado haber vivido en Barcelona. Hasta aquí suele llegar lo que los británicos llaman small talk, o sea, conversación ligera. Roto el hielo, me preguntan por «lo que va a pasar en Cataluña».

No elegimos dónde nacemos, salvo Benito Pérez Galdós, que solía decir: «Nací a los 20 años en Madrid». En Europa, continente cicatriz, sacudido en el pasado por pasiones locales desbordadas, podemos ser ahora desacomplejadamente europeos; vivir de una manera abierta a nuestros vecinos y desarrollar identidades plurales, que cada cual siente con la intensidad que quiere y no siempre de la misma forma ni en el mismo orden a lo largo de la vida. En mi caso, por ejemplo: donostiarra, madrileño, español, londinense, bruselense, europeo. A veces me incomodan algunas de estas etiquetas; otras me producen un cierto orgullo.

Con la Unión Europea hemos resuelto de manera práctica la pregunta de Pau Casals: «El amor por el propio país es algo espléndido, pero ¿por qué el amor ha de pararse en la frontera?». No pretendo en estas líneas resolver el conflicto catalán, pero no me resisto a preguntarme: si polacos, franceses y alemanes; austriacos e italianos, por citar algunos, conviven en la Unión Europea, ¿cómo no vamos a poder hacerlo los españoles juntos en el marco de la Unión?

Cuenta Timothy Garton Ash que, durante décadas después de la Segunda Guerra Mundial, se podía identificar a un alemán en una conversación internacional porque al ser preguntado por su origen se declaraba escuetamente como europeo. Hace tiempo que los fantasmas del nazismo se han evaporado en mayor o menor medida de las conciencias alemanas, sobre todo de las generaciones más jóvenes, pero durante mucho tiempo la Unión sirvió para aliviar su particular conflicto nacional.

Cada país tiene sus propios procesos, pero creo que el cordón europeo del siglo XXI es un formidable instrumento para convivir con nuestras diferencias. Tiene más ventajas de las que concebimos, sobre todo para países como el nuestro, donde vivimos la mitad del tiempo divididos y enfrascados en el pasado. Pero ya lo dijo Stefan Zweig -prometo después terminar el artículo solo- «entre las leyes misteriosas de la vida está el que siempre nos percatemos tardíamente de sus valores verdaderos y esenciales: de la juventud, cuando desaparece; de la salud, cuando nos abandona; y de la libertad, la esencia más preciosa de nuestra alma, sólo en el momento en que la pueden arrebatar o cuando ya nos la han arrebatado».

Cada cual es libre de sentirse de donde quiera y vivir su identidad de la forma que le haga más feliz. ¡Faltaría más! Pero siento lo que está ocurriendo en Cataluña como una locura desbordada. No me imagino que Cataluña deje de ser España, porque la siento también como propia, pero sobre todo porque no concibo poner muros sobre nuestros espacios compartidos en la Europa del siglo XXI. No creo que pueda merecer la pena un proyecto político que esté produciendo tanto odio y tanta división entre ciudadanos. Ojalá venza la cordura.

* Periodista y analista político