Ayer, hace sesenta años, murió Humphrey Bogart. No hablamos de un actor, sino de un mundo. Estamos acostumbrados a leer cosas como que nadie ha portado en el cine, nunca, una gabardina mejor que él; y es cierto, si tenemos en cuenta que su única competencia evidente ha sido Peter Falk en Columbo. En la literatura, y además cordobesa, existe un precedente: la gabardina de Manuel Álvarez Ortega, que como contó Jaime Siles en la Cátedra Góngora, este año, cuando la dejabas caer se mantenía de pie, intacta sobre el sueño, impertérrita en su postura vacía, ocupada por un cuerpo invisible. Algo de eso había también en la gabardina de Columbo, en la de Humphrey Bogart. No así en la gabardina de Alan Ladd, que era distinta, más flexible, digamos, y hasta más elegante: porque en Alan Ladd, aunque le tenían que poner un taburete para poder besarse con cualquier actriz que no fuera la también diminuta -y preciosa-- Veronica Lake, en La dalia azul o en otras cintas, la elegancia era una constante del espíritu. En fin, se puede hacer una literatura hablando de gabardinas, de cine y perdición, de volutas de humo en la sala profunda como un aullido bronco que nos hace soñar, pero la gabardina, quien la ha sabido llevar y le ha dado postura, vértigo interior de cierta corpulencia y dinamismo, quien la ha encarnado, ha sido Humphrey Bogart.

¿Qué sabemos de él, de sus orígenes? ¿Qué le hizo distinto a los demás, al menos al principio? Hemos hablado de Alan Ladd: un hombre bello, con la limpieza rubia en las facciones interpretando a Jay Gatsby en su primera versión cinematográfica, que no pudo ver Scott Fitzgerald, en 1949. Humphrey, a diferencia de Fitzgerald, que se quedó en el puerto de Nueva York, a punto de embarcar, sí sirvió en la Gran Guerra, el mito de una generación de neoyorquinos recién repatriados tras el armisticio, ansiosos de quemar los bares clandestinos de la Quinta Avenida. Bogart combatió en la Primera Guerra Mundial a bordo de del buque USS Leviathan, y participó en varias batallas: la más grave, cuando fue atacado por varios submarinos alemanes, aunque no llegó a hundirse. Con la explosión de uno de los impactos, una astilla de madera saltó por los aires y le atravesó la mandíbula. Lo pudieron curar y le quedó una pequeña cicatriz, pero lo que cambió, a partir de entonces, fue su forma de hablar, con esa torcedura de los labios que ha sido Sam Spade, que ha sido Philip Marlowe y sido Richard Blaine.

No era un galán, ni necesitó serlo. Se casó cuatro veces, y a la cuarta acertó: con Lauren Bacall, hermosa como un tigre domado dulcemente, una gata maltesa que atendía el silbido de Bogart, sobre el aire gaseoso, en Tener y no tener. Tener y no tener, por cierto, película de Howard Hawks, como se sabe, con guion de William Faulkner, basada en la narración de Ernest Hemingway: claro que era otro cine, cómo no iba a serlo. Cuando murió, Bacall volvió a casarse con Jason Robards, que si uno lo piensa bien es lo más parecido que ha habido en el cine a Humphrey Bogart, con sus mismas fortalezas y sus debilidades, rescatado por Redford, cuando Hollywood le dio la espalda, para ser el editor del Washington Post en Todos los hombres del presidente.

Humphrey Bogart era una dominación de la escena, una escultura adusta del momento. También sus mujeres de cine: Bacall, por supuesto, también en Cayo Largo, pero cómo olvidar a Ingrid Bergman/Ilsa, los alemanes vestían de gris y tú vestías de azul, a Katherine Hepburn en La reina de África y a la casi madrileña Ava Gardner en La condesa descalza, donde parece que Ava se interpreta a sí misma, cuando, en realidad, el guion se escribió pensando en la vida de Rita Hayworth, y de ahí el origen español del personaje. Mujeres y hombres, con sus sueños despiertos. Esa manera de fumar, de esperar en la esquina de una tarde lluviosa apostado en un coche brillante y misterioso que parece sacado de un comic de Dick Tracy. Su forma procelosa de beber.

Hay un Humphrey Bogart menos conocido, y no me refiero a su perfil digno defendiendo a los Diez de Hollywood ante la caza de brujas de McCarthy: me refiero a su personaje de guionista atormentado en una película titulada En un lugar solitario, junto a la fragilidad dura y sensual de Gloria Grahame, hermosa en su carnalidad de mujer entregada a un amor destructor, del que logra escapar. Aquí Humphrey es un duro sin coraje, casi un maltratador de su propia vida, y también las ajenas. Nunca fue más grande, aunque menos él. Siempre le quedará París.

* Escritor