Del mismo modo que en otras épocas se generalizaron la radio, el cine o la televisión, convertidos en medios de comunicación de masas, entre las corrientes dominantes en estos inicios del siglo XXI se halla la de ser espectador de series televisivas. El género no es nuevo, y así recuerdo en mi infancia acudir cada sábado con mi padre y dos de mis hermanas a merendar hojaldres en un bar al tiempo que veíamos Rin-Tin-Tin, Flecha rota o Guillermo Tell, porque entonces no teníamos televisión en casa. Cuando pasados unos años dispusimos de una, el momento más feliz de la semana, para mí, era cuando el sábado por la noche, quizá cerca de las doce, me quedaba junto a mi padre para ver Los Intocables (eso sí con un doblaje realizado en algún país sudamericano) y poco a poco llegaron otros títulos muy populares durante aquellos años, entre los cuales sobresale el miedo que pasamos con Belphegor, el fantasma del Louvre. Pero las series actuales tienen otras características, y en muchas de ellas sobresale la calidad de las historias, como se encargan de resaltar los críticos y los seguidores, aunque no puedo opinar porque no he seguido con asiduidad ninguna de ellas, ni siquiera la famosa Juego de tronos, de la que por otra parte no me gustaron algunos capítulos que vi (aunque esto me produjo la satisfacción de no coincidir en gustos con Pablo Iglesias).

Si consultamos el diccionario, convendremos en que sería más correcto hablar de «serial» que de «series», pues lo primero tiene como significado: «Obra radiofónica o televisiva que se difunde en emisiones sucesivas», sin embargo esa palabra la hemos dejado en exclusiva para las novelas radiadas, y además se le suele dar un matiz peyorativo. Por otra parte, cuando decimos serie, en singular, encontramos otro significado: «Conjunto de cosas relacionadas entre sí y que se suceden unas a otras». Definición que me sirve para hablar del asunto que hoy quería tratar por encima de cualquier otro, y en el que la referencia a las series televisivas no pasaba de ser una justificación. La verdad es que hace ahora un año, cuando publiqué un artículo sobre este mismo tema, pensé que no volvería a ocuparme de él, pero las circunstancias me obligan, puesto que solo hay un equipo que haya ganado seis copas de Europa de acuerdo con las características que tuvo este torneo entre 1956 y 1991 y otras seis con la modalidad que tiene hoy desde 1992. En conclusión, un conjunto de victorias, relacionadas entre sí y que se han sucedido a lo largo del tiempo, de forma espectacular entre 1956 y 1960 porque en esos cinco años el Real Madrid ganó de manera ininterrumpida la competición y luego hubo que esperar hasta 1966 para ganar la sexta. Eran el conjunto de títulos que algunos menospreciaban con la afirmación de que eran en blanco y negro, ignorando que estaban esos dos colores, pero también una gama enorme de grises, tanta como la calidad de los jugadores del equipo de aquella época, en especial Di Stéfano y entre los cuales se halla el único que ha ganado hasta ahora seis veces la competición, Gento, actual presidente de honor del club.

El sábado empecé a ver el partido con la tranquilidad de que se había ganado la Liga y con el consuelo de que, en caso de perder, ganaría el equipo de Buffon, el portero de la Juventus, merecedor de tener una copa ausente de su palmarés. Pero al final el Madrid continuó su serie de victorias en esa competición, la más prestigiosa del mundo, de modo que se podría elaborar un serial con lo realizado por el equipo en todos estos años. Seguro que tendría éxito, aunque no tengo duda de que para algunos fanáticos de otros equipos sería como ver una serie de terror. Y ahora, como me decía un amigo el domingo, lo urgente es pasar cuanto antes del fatídico número trece y ganar la catorce.

* Historiador