Siempre que se descubre un maltratador, asesino o violador, por terrible que sea, salen los vecinos a decir que era una persona normal, que no habían detectado ningún comportamiento extraño en él. De los chicos de Ripoll es lo que más se ha dicho, que eran tan normales que nadie había visto en ellos nada sospechoso. Ni sus familiares más cercanos notaron nada raro. Las madres no tuvieron indicio alguno de lo que estaba pasando. Pero ¿qué puede saber una madre como las nuestras de unos hijos varones que entran y salen sin dar explicaciones? Unos chicos a quienes se anima desde pequeños a ser más de la calle que de casa. El único cambio que habían notado en algunos de ellos es que en los últimos tiempos se habían vuelto más religiosos, algo que para una madre como las nuestras es signo de madurez, de asumir responsabilidades, de ir hacia el ‘buen camino’. ¿Cómo debieron vivir ellas aquellos terribles días de agosto? ¿Cómo lo harán para encontrar algo de sentido a todo lo que ha pasado? ¿Qué más aterrador que descubrir que tu propio hijo es capaz de la más terrible de las atrocidades? Y ver en directo su muerte, saberlo ya muerto desde el momento en que se anuncia su persecución porque queda claro, por las estadísticas de terroristas supervivientes en Europa, que es imposible que salga vivo.

Habrá quien diga que mejor así, de hecho hemos pedido pocas explicaciones sobre las actuaciones policiales, y los periodistas que han insistido en hacer las preguntas pertinentes han tenido más bien pocas respuestas en este sentido, pero hemos llegado al punto en que en este país se celebran con rosas para los Mossos las actuaciones de este tipo. ¿Ya nadie dispara a las piernas? ¿Que un cinturón de explosivos es falso no es algo que podamos ver a pocos metros? No lo sé ni puedo sacar conclusiones, porque aunque parecía que estuviéramos viviendo los acontecimientos en directo, la verdad es que sigue habiendo numerosas incógnitas por desvelar.

El nivel de deshumanización de los chicos de Ripoll fue tal que a todo el mundo le pareció de lo más normal que el final fuera el que tuvieron, desenlace inevitable, para muchos el deseable. Y, claro, luego vimos vídeos en los que parecían tan ‘normales’, como si la planificación de unos atentados fuera una acción absolutamente cotidiana. ¿Quién es normal? ¿Cómo se sabe que alguien es normal? Andamos por las calles, nos cruzamos los unos con los otros, nos relacionamos sin incidentes, pero eso no nos hace necesariamente normales. Y aquí, que lo hemos fiado todo al conocimiento de la lengua (ya me dirán cuál tenían que hablar unos chicos nacidos o que vinieron de pequeños a Ripoll), a lo mejor no hemos puesto suficiente atención en cuestiones más profundas, a la crisis de pertenencia de esta generación intermedia especialmente frágil, a menudo carente de memoria y de futuro.

* Periodista