Hemos contado en otro lugar que, concluida la contienda del 36, se vivió una posguerra de penurias oceánicas, con cartillas de racionamiento, estraperlo, piojo verde, represión y procesiones los domingos por la tarde. Enseguida, esas desdichas fueron complementadas por la conjura judeo-masónica y la sequía.

Respecto a la famosa conspiración internacional, solo vamos a resaltar la paradoja de que el presidente norteamericano Truman, sucesor y compañero del francmasón Roosevelt, envió leche en polvo y queso de color anaranjado para nutrir a los niños famélicos de la España imperial que fusilaba masones.

Pero lo que llegó a trastocar todos los planes para la recuperación de las devastaciones ocasionadas por la Cruzada, fue la sequía. Franco, con su voz plana, deshuesada y monótona, no dejaba de repetirlo en todas las peroratas: «Españoles: aunque vamos desterrando los efectos perniciosos de la incuria liberal, no lo hacemos al ritmo que nos gustaría por culpa de la pertinaz sequía que asola nuestros campos». Lo de la pertinaz sequía, que tanto afectaba a la España agraria de secano, caló en la opinión, e incluso sirvió a los antifranquistas burlones para difundir que, cuando el dictador fue a Valencia con motivo de una espectacular riada del Turia, en la alocución que pronunció, hizo uso, ante la perplejidad de la ciudadanía, del latiguillo que culpaba de todos los males a la pertinaz sequía.

Dicha falta de precipitaciones, acaecida en la posguerra, que ni siquiera paliaban las continuas rogativas religiosas implorando que lloviera, resultó tan drástica como la que padecemos este año, hasta en la verde Galicia, donde miña terra está reseca. Preocupante situación que, en estos tiempos, se nota más que nunca al haber un consumo de agua superior, pues nos duchamos a diario y tenemos numerosos enseres mecánicos que la necesitan para funcionar.

Sabemos, por tradición oral, que aquella gran sequía de los años 40 la atribuyeron las piadosas gentes a un castigo del cielo por las barbaries cometidas durante la guerra incivil; y los menos creyentes, cuya biblia era el calendario zaragozano que se basaba en las cabañuelas, a un fenómeno cíclico que en la remota antigüedad había propiciado la división del tiempo en periodos de vacas gordas y vacas flacas, correspondientes a las lluvias y a sus ausencias. Hoy, más leídos e informados sobre los meteoros, la sequía, al igual que las grandes inundaciones, se atribuye a los agujeros de la capa de ozono, al calentamiento global, a las emisiones contaminantes de los humos nocivos de los automóviles, a una industrialización cada vez más extensa e intensa... Motivos que, agrupados, son capaces de producir unas desertizaciones catastróficas, que muchos auguran bastante probables en un plazo relativamente breve.

Cuando llega una sequía como la presente que, según los expertos, dejará tiritando a los embalses si no llueve, en lo que queda de otoño, con intensidad suficiente para producir escorrentías, los cordobeses nos acordamos de los indicadores que en los muros del santuario de la Fuensanta, señalan, con un trazo grueso y la fecha, hasta dónde habían llegado las antiguas crecidas del Guadalquivir: río poético pero pequeño, comparado con los colosales ríos europeos. Amplias riadas aquellas, que ahora no serían posibles, aunque lloviera mucho, porque la cuenca está controlada.

Con las grandes sequías, presididas en los mapas por la imperturbable A mayúscula del anticiclón de las Azores, empezamos a cambiar la idea soleada de lo que se llama el buen tiempo. Buen tiempo que, en estos momentos, sería una lluvia tan espesa como la que cayó cuando enterraron a Bigotes. Popular personaje de la fraseología que tal vez fuese pariente lejano del Bigotes actual, cabecilla de la trama Gürtel en el levante español.

* Escritor