Hay ocasiones en las que tardamos algún tiempo en aceptar la brusca ausencia de lo que nos ha pertenecido. Hay otras, sin embargo, en las que solo necesitamos una fracción de segundo, apenas unos instantes: igual que la luz es más veloz que el sonido, la conciencia también es más rápida que el dolor y nos deslumbra como un relámpago que sucede en silencio. Septiembre nos sorprende cada año y nos sitúa en esa especie de cruce de caminos en donde nos encontramos, casi de improviso, con un pie aún en pleno verano, que puede prolongarse varias semanas --a veces durante todo el mes--, y el otro en el inicio de un nuevo curso. El mar y la tierra. El verano y la infancia. Este verano ha sido algo extraño. Al principio sentimos, durante algún tiempo, la sensación de no existir. Era como si, aunque no había hecho más que comenzar, se estuviese gastando, como si lo debilitara el roce del aire, el trato con la gente, la ausencia.

Algo muy parecido a la lentitud del tiempo en los lugares cerrados, donde no entra nadie y la tenacidad del óxido hace que el invierno tarde más en disolverse. Así hasta que el Solsticio logró marcar las fronteras con el renacimiento de la luz y la esperanza de las cosechas, el resurgir de los cuerpos. Los límites de la claridad que el verano establece. Las fronteras de la infancia suelen coincidir con las del verano. Yo al menos nunca he logrado situarlas de otra manera en el territorio general de mi memoria. Todas las demás imágenes infantiles perseveran en la evocación dentro de un relieve mucho más desvaído y una tonalidad mucho menos acusada que el verano. Y el mar. La primera vez que vi el mar, junto con mis hermanos, fue en Cádiz. Y aunque es fácil deformar al cabo de los años lo que verdaderamente sentimos ante esa inicial comparecencia de impresiones desconocidas --todos sabemos que el presente hace su propia elección de los hechos vividos, o de sus referencias sentimentales--, mi reacción primera frente al espectáculo del mar se inclinó completamente al desconcierto.

Esa otra dimensión inmensa del mundo no se avenía con mis expectativas, ni con las más fantasiosas que yo había surcado en los mapas del colegio. De modo que a esa inicial extrañeza siguió un sentimiento de temor, como si me acobardara lo que no podía asimilar. Y la verdad es que tardé mucho en asimilarlo. Hasta quedar atrapados para siempre. El mar en continuo movimiento, alejándose y regresando. El mar y el deseo, el amor; el mar y las ganas de morir entre sus brazos. El mar y la libertad. El verano. Este año es probable que, aún durante semanas, perduren el calor, el mar, la noche, mas el verano se irá lentamente transformando en el lamento de alguien que se sabe final, condenado a vivir solo, encerrado, poco antes de ser nada para nadie. Pero septiembre guarda su secreto. Un secreto que tiene los pies delicados: la vida nos habla a través de la luz.

* Profesor de Literatura