Estamos en los preparativos del velatorio de un posible difunto --el Córdoba CF de Primera-- cuando el club lo da ya por muerto y planea su resurrección en Segunda y los amantes de las desmesuras Guinness festejan ahora de forma extemporánea aquella jugada de Uli Dávila en Las Palmas el año pasado por junio con un flamenquín más que gigante. Estamos en el meollo del calendario que señala las señas de identidad de Córdoba y hay que lanzarse a reivindicarlas, aunque a veces se haga el ridículo, que una raya muy estrecha separa la dignidad y el empaque del esperpento y el ultralocalismo. Pero el flamenquín gigante --que después de conquistar La Corredera se viene para Las Tendillas--, el salmorejo --próxima asignatura escolar para los infantes cordobeses después de tener placa en el callejero-- y el rabo de toro --en cuyo nombre se reivindica ya hasta un puesto en las listas municipales-- pertenecen a esas señas de identidad cordobesas que se hacen un hueco en el estómago de los turistas después de que éstos hayan visitado la Mezquita, lugar de peregrinación global, pese a la terquedad de los canónigos en descatalogarla como la genuina identificación cordobesa. ¡Qué sería del flamenquín cordobés, del salmorejo, del rabo de toro, e incluso de los patios, si no existiese la Mezquita, el gran altavoz de la ciudad! Estaríamos todavía en la etapa de los taberneros esaboríos que mandaban a la clientela a comer a casa. Abril y mayo son los ejemplos de que Córdoba trata de inmatricular en sus señas de identidad otras sensaciones, como los olores y colores de los patios o el disfrute del arte gastronómico, que la completen. Que Córdoba, según expresó Manuel Pimentel en su pregón del jueves, es razón y sentidos, paradoja de silencio y bullicio, sobriedad y alegría y gusto por vivir. Córdoba es nostalgia y futuro donde caben desde los Tartessos hasta Rabanales 21, desde Séneca hasta la peña de Los 33 Mosquitos y donde los preparativos del velatorio de un posible difunto --el Córdoba CF-- se celebran con un flamenquín desmesurado. Señas de identidad paradójicas de una ciudad que estrena fiestas de primavera.