En la historia del parlamentarismo español solo dos textos constitucionales han establecido un sistema unicameral: el de 1812 y el de 1931. En este último, el debate final sobre este asunto tuvo lugar el 27 de octubre, cuando tras una breve defensa por parte de Miguel Villanueva de la enmienda que defendía la existencia de dos Cámaras (Congreso y Senado), intervino Niceto Alcalá-Zamora para justificar la necesidad del Senado, al tiempo que buena parte de su discurso se centró en las dificultades que un sistema unicameral tendría de cara al ejercicio de la presidencia de la República, un tema de carácter político a la vez que técnico y que a lo largo de la vida política de la II República tendría su trascendencia. Conviene recordar que Alcalá-Zamora ya había dimitido de la presidencia del Gobierno (hacía dos semanas) y que aún no se había planteado la cuestión de su candidatura a desempeñar la jefatura del Estado. Después de su intervención tuvieron lugar las de los partidarios de la cámara única: la del socialista Indalecio Prieto y la del radicalsocialista Angel Galarza, y a continuación dos a favor de la existencia del Senado: el radical Pedro Armasa y el federal Manuel Hilario Ayuso. Con posterioridad a la votación de la enmienda, que fue rechazada, intervino el radical Antonio Royo Villanova para insistir en una cuestión tratada por Alcalá-Zamora, y a la cual hemos hecho referencia, la de los poderes del presidente de la República ante la inexistencia del Senado.

Realizar una lectura de aquel debate, y de sus argumentaciones, tiene interés por cuanto uno de los temas de discusión en la política española es la necesidad del Senado, o cuando menos de su reforma en su estructura actual, con el objetivo de que responda a su verdadero sentido constitucional, ser una cámara de representación territorial, pero acorde con la realidad del momento, es decir, con la actual división en comunidades autónomas, inexistente en el momento de elaborarse la Constitución. No obstante, un sector de la sociedad se cuestiona la necesidad del Senado, a cuya falta de credibilidad política contribuye el comportamiento de los propios partidos políticos. En concreto, me refiero a la manera en que es utilizada la facultad de designar a un número determinado de senadores por parte de los parlamentos autonómicos. En el caso de Andalucía le corresponden nueve, y entre ellos se encuentran ahora mismo dos líderes más que amortizados para la vida pública: Javier Arenas y José Antonio Griñán. Hace unos días, la prensa recogía la posibilidad de que hubiese algún cambio entre los populares y que José Manuel Moreno ocupara uno de esos escaños, mientras que por los socialistas este fin de semana hemos sabido que Juan Pablo Durán pronto será senador. Los cambios a la hora de designar a los senadores nos conducen a pensar que no se tienen en cuenta criterios basados en la competencia de los aspirantes ni por supuesto en la defensa de los intereses generales.

Los ciudadanos deberíamos ser informados acerca de las razones por las que alguien llega a ser senador por voluntad de nuestros representantes. Por otro lado, de acuerdo con el Estatuto de Autonomía andaluz, en su art. 106, entre las funciones del Parlamento se halla la de designar a "los senadores y senadoras que correspondan a la Comunidad Autónoma". Dado, pues, que se trata de una competencia parlamentaria, me extrañó leer en este diario el pasado sábado las palabras del aspirante a senador cuando decía: "Espero responder a la confianza y expectativas que la Presidenta ha puesto en mí".

De donde se deduce que todo depende de la voluntad de quien preside el ejecutivo, procedimiento por tanto algo extraño y que aleja a los partidos políticos, una vez más, de un funcionamiento democrático.

* Catedrático de Historia