Se han celebrado estos días las que en principio serán las últimas pruebas de la Selectividad universitaria en el formato que, con ligeras adaptaciones, han mantenido los últimos cuarenta años. Unas pruebas que ponen temblores de terror en el alma de los adolescentes, pero que en realidad son mucho menos duras de lo que en principio parecen, básicamente porque se han ido desvirtuando conforme pasaban los años hasta convertirse en puro trámite, más formal que excluyente. Vean si no este dato: inicialmente superaban la Selectividad en torno al 20% de los postulantes; en cambio, en Andalucía lo hicieron el año pasado algo más del 93%, cifra que se viene repitiendo con pequeñas variaciones desde hace mucho tiempo, adaptada sospechosamente a las necesidades básicas de alumnado por parte de nuestras Universidades. ¿Significa eso que los estudiantes están mejor preparados? A mi modesto entender no; al menos, en términos genéricos. Los hay con una formación fantástica, que acceden sin problemas a las carreras de elite, pero otros muchos se las ven y se las desean para alcanzar la calificación requerida, y acaban conformando una masa informe sin demasiadas aspiraciones y una preparación de base realmente nefasta que les dificulta la integración y convierte su paso por las aulas universitarias en una carrera de obstáculos. Se explica así la devaluación continua de los estudios que con el tiempo ha ido transformando a la Universidad en instituto de tercera enseñanza, sin más objetivo que mantener el número de «clientes» para no caer en la inanición o la muerte. Problema con raíces profundas en la aurea mediocritas, la sobreprotección y ese carpe diem tan inconsciente como desaforado que parecen gobernarlo todo. No hace mucho los suizos rechazaron masivamente por referéndum la posibilidad de un subsidio vitalicio por adulto que les permitiera no volver a trabajar. Posiblemente no conciben su vida mano sobre mano; el trabajo les realiza. En cambio, me atrevo a vaticinar que un referéndum similar en España habría obtenido un sí mayoritario aun cuando la cantidad de partida hubiera sido muy inferior; y es que la máxima aspiración de muchos españoles es precisamente vivir sin trabajar. Nada de esfuerzos. ¿Para qué? La vida son cuatro días. Mejor moverse entre chanchullos, subsidios, clientelismos y promoción automática que ganarse a pulso y golpe de mérito el lugar en el mundo. Reflexión que estremece si se piensa en los cuatro millones de personas que buscan desaforadamente un trabajo y solo encuentran desesperanza.

Yo pertenezco a una generación que se examinó de Reválida de Cuarto, Reválida de Sexto (ambas de Bachiller) y Selectividad, y que me conste no sufro grandes traumas, quizá porque viniendo de la nada tuve siempre muy claro que cualquier camino que emprendiera exigía dedicación máxima, noches en vela, disciplina sin fisuras y un sentido de la responsabilidad a prueba de dificultades. Principios hoy obsoletos, en gran medida. Aun así, sueño con que un día no muy lejano nuestros políticos aborden por fin la educación con el rigor, la generosidad, la trascendencia y el consenso que requiere una cuestión de Estado, al margen por completo de frivolidades, ciclos electorales, ideologías o intereses de partido. El sistema educativo español no aguanta más vaivenes. Tras el mayo del 68, tan lejano y tan próximo a la vez, en Europa se pasó de la Universidad de elite a la Universidad de masas; algo que fue saludado como uno de los logros sociales más trascendentes de la historia reciente. Difícil prever entonces la descomposición del sistema que con el tiempo se iba a producir en España. Más allá de asegurar la igualdad de oportunidades, nos guste o no, la Universidad es elitista por definición: a ella solo deberían acceder los más brillantes, al margen de su extracción social o su nivel económico. Por eso, además de racionalizar el mapa universitario nacional, de convertir las nuevas pruebas de acceso (tomen la forma que tomen) en una selección real de los mejores, de invertir en futuro a fin de detener la lacerante fuga de cerebros que nos desangra, es imprescindible garantizar el derecho a estudiar de quienes demuestren méritos para ello, potenciar la calidad de docentes y discentes en pro de la excelencia, reivindicar otros estudios intermedios como salidas dignas y realizables conforme a la vocación de cada uno y sin matices peyorativos que con frecuencia añaden las propias familias, frustradas si sus hijos no llegan a universitarios. Tal vez les consuele saber que a día de hoy la Universidad española no es otra cosa que hambre para todos, una simple fábrica de parados y de emigrantes. H

* Catedrático de Arqueología de la UCO