Si somos lo que comemos, el diagnóstico es desolador: más de mil millones de personas en el mundo pasan hambre mientras que más de la mitad de los productos que se producen a nivel mundial se desperdician. Pero es que la otra mitad que sí se consume está en gran parte en manos de una industria alimentaria global sobre la que últimamente se ciernen los escándalos y las dudas de que sea de fiar para nuestra salud (restos de heces en tartas de chocolate; ADN de caballo en hamburguesas...)

Un único dato --que el recorrido medio de un producto comestible es actualmente de unos 5.000 kilómetros diarios por todo el planeta-- basta para levantar la guardia, ya que es obvio que es necesaria una larga lista de productos químicos (aditivos , edulcorantes, gasificantes, aromatizantes, estabilizadores-) no solo para permitir la explotación comercial de los alimentos, sino para darles un aspecto, una textura, un olor y un sabor atractivos. Es cuanto menos preocupante que las legislaciones difieran según los países respecto los efectos de estos productos sobre la salud (obesidad, diabetes, osteoporosis, cálculos renales, cáncer...)

Cabe, pues, un mayor control sobre la industria alimentaria, y la unificación de las legislaciones. Pero, sobre todo, hay que primar la información y la formación, el etiquetaje claro y la concienciación del consumidor para no poner en peligro la seguridad alimentaria, para que el ciudadano sepa en todo momento qué es lo que come.