En el transcurso de una celebración académica acontecida en la capital de la nación en las vanguardias más avanzadas del verano, resultaba emocionante oír de labios de uno de los más eximios intelectuales de la contemporaneidad nacional y gran gurú durante largo tiempo de las posiciones radicales la condena repetida por tres veces de la Segunda República como régimen que fomentó en alta medida el estallido de la guerra civil de 1936. El autor en los días del tardofranquismo del manual más afamado y difundido dedicado al tema desde un mirador muy favorable a su evolución no tenía empacho ahora en reiterar con serenidad la censura más severa a un sistema de convivencia que quebró desde sus mismos orígenes las bases mínimas para articular una democracia pluralista.

Con ello, naturalmente, dadas su acribia e identificación con buena parte del talante traído por el régimen del 14 de abril, no entonaba una áspera requisitoria sobre este. Los estimulantes vientos de sus primeras horas así como el noble y generoso espíritu reformista que impulsó su andadura inicial, no pueden ponerse en duda por ninguno de sus estudiosos, cuanto más por uno educado en su devoción. Pero así como existen etapas de nuestro pasado reciente en que las fuerzas conservadoras contribuyeron primordial o decisivamente a su frustración, hay otras en que las progresistas hicieron idéntico papel de estropicio y malbaratamiento.

En un contexto internacional primeramente difícil --bien que las secuelas inaugurales del gran crac del 29 no se dejaran sentir en su despegue-- y luego crecientemente hostil, la fase inicial de la República estuvo imbuida de un elan palintocrático de la mejor y esperanzada raíz. No obstante, casi sin solución de continuidad, se impuso el sello de la patrimonialización más inclusiva, que, curiosa y sintomáticamente, había malogrado con anterioridad no pocos periodos presididos los sectores opuestos, es decir, por los tradicionales. La mínima concordia exigida por un programa regenerador tan sugestivo como el predicado por las esferas progresistas al hacerse cargo de la dirección del país se volatilizó de inmediato por la prevalencia omnímoda del citado espíritu.

La excruciante contienda civil de hace ochenta años fue producto, claro es, de múltiples factores; mas nunca habrá de olvidarse peraltar en su recuento el sectarismo mencionado.

En una tarde madrileña casi agosteña era, al respecto, conturbador asistir a la confesión paladina a la vez que dolorida de un anciano español cosmopolita y un tiempo seducido por el impacto de una doctrina que resonará en incontables conciencias hasta el fin de los tiempos. Hermoso ejemplo cuya estela, por desgracia en la estridente y maximalista España hodierna, muy amante, por lo demás, de la reposición de viejas películas, no será anchurosa ni tendrá largo recorrido.

*Catedrático