Algo de locura divina tiene la poesía, ese veneno que te arrastra vida abajo. Supongo que para el común de los mortales no poseídos por la divina iluminación debe ser absolutamente incomprensible llevar esa cruz toda la vida y encima atreverse a dejarla como un testamento espiritual. Tengo anécdotas personales acerca de la falta de respeto que las personas que no lo son tienen a los poetas. Como decía Cervantes, "ser poeta es una incurable enfermedad". Y añado yo: no contagiosa para el sentido común, y esa es la gran tragedia del poeta. Otro día comentaré lo que es la poesía en sociedad. Esta semana no me siento capacitado para ello, pues con el frío de este enero mis neuronas están tan ateridas que no sé si el poema que acabo de escribir ha sido para matar el gusanillo, producto de mi abstinencia creativa o simplemente una bufanda con palabras para taparme los desnudos.

A esto que leo en Periodismo Digital que el viejo Papa Juan Pablo II ha retomado a sus 82 años el veneno con el que te distingue la poesía del resto de los mortales. Después de aquellas Meditaciones sobre la muerte que alumbró el respetable anciano hace 27 años, cuando era arzobispo de Cracovia, ahora nos sale con esas. Me dan ganas de poderle decir : no beba, Santidad, esa maligna pócima de la poesía porque a esas alturas de su larga vida, cuando el alma está seca, es peligroso asomarse a su interior. ¡Mire que recaer en el error, a sus años!. Me asombra, santísimo colega, que a los achaques que soporta añada ese achaque antinatural de penetrar con la palabra en los abismos insondables del ser humano. Mire, Su Santidad, tenga cuidado con las meditaciones, que, en un descuido entra uno en un trance de creerse Dios a la clarísima luz de las palabras. O lo contrario, sentirse gusanito de la más ínfima condición: la condición humana. Tenga en cuenta que la poesía es un error de conducta, y, posiblemente, un desorden espiritual.

Leo que acaba Su Santidad de escribir un Tríptico Romano en el que toca todas las dimensiones esenciales del hombre, incluída la muerte. En sus precarias condiciones de salud no debería ahondar en la llaga. El hombre es una pregunta que nace, crece, se multiplica y nunca muere. Tanta curiosidad te ensombrece la vida, te convierte en un extraño en la familia, en un sujeto irresponsable ante el entorno. No entre en preguntas, Santidad, que las respuestas ya las conoce de sobra. Ni en clave optimista, como pretende Su Santidad, ni en clave de fe elucubrando sobre el sacrificio de Abraham como prueba irrefutable de la existencia de Dios tiene el hombre respuestas. Mire los libros de los más admirados escritores que atesora su biblioteca vaticana. Si los relee no encontrará ni en Pascal, ni en Kafka, ni en Camús (sus preferidos, junto a Santa Teresa y Enmanuel Levinas) la más mínima huella de esperanza. Todos ellos le pueden explicar los motivos sobre la decadencia de Occidente y los horrores no sólo del siglo XX sino de los siglos pasados y de los venideros.

Por muchas elucubraciones metafísicas con que nos atrevamos los poetas, las grandes preguntas del hombre nunca serán contestadas. Si vuelve a leer la Lucha contra el demonio , de Stefan Zweig, verá cómo todas las desgracias que acompañaron la existencia de Holderlin provenían de haberse creído semejante a Dios. Y es que Holderlin tomó la pócima y ya sabe Su Santidad cómo acabó, hecho unos zorros en lo personal y en lo público, motivo de irrrisión de sus contemporáneos.

Aunque entiendo que le haya dado a Su Santidad el gusanillo (a mí me ocurre de vez en cuando) mirando al techo de la Capilla Sixtina como yo miro a los bolsillos rotos de mis dudas. Y le da por escribir poesía, a sus años, Santidad, con el riesgo que entraña para su precaria salud. Entiendo sus motivos: usted leyó de joven, como todos los poetas, a un tal Juan de la Cruz y no ha podido olvidarlo. Y a su edad, cuando se añora todo, se ha perdido en la selva clarísima de sus palabras. Y ha seguido la luz para no extraviarse en el bosque. Sólo que Su Santidad a esa luz la llama Dios. Donde otros decimos Poesía, el nombre de los nombres.