Saber perder es una elegancia del espíritu. Puede llevarse dentro, pero puede aprenderse. Como todo, o casi todo, en la vida. Porque la vida es eso: una continuidad sucesiva de pérdidas. No se sabe al principio, cuando el destino se erige como una arcilla blanda que está ahí, recién sacada de su lecho de tierra, y las manos parecen que pueden modelarlo, darle forma y brío, contorno y reflexión matizada en los rasgos, como alfareros de la eternidad. Estamos ahí, somos los dueños de nuestra plenitud. Esto, claro, es la juventud. Puede durarnos mucho: depende del talento y la suerte, porque es pan de fortuna. Pero luego la vida está ahí para enseñarte que, en realidad, sólo puedes resistir los golpes, que tu fuerza reside en aguantarlos y tu inteligencia, y no siempre, en lograr evitarlos. No hay derrota en esto, sino aprendizaje. No hay claudicación, sino una verdadera plenitud, un conocimiento del cuerpo y de su edad, de su valor de tiempo, como esas viejas lesiones que a menudo regresan y nos dicen que somos vulnerables, aunque una vez tuvimos voz y musculatura con una dureza de diamante. Sin embargo, se crece. Se crece en el dolor. Se crece en esa pérdida. En el despojamiento que nos va vaciando el sentido, o lo que creímos que era el sentido de nuestra existencia, lo soñado y lo amado, cuando lo vamos dejando necesariamente atrás, y sólo queda un eco gutural ahogándonos por dentro. Lo que hemos sido, lo que creímos ser, de pronto importa menos. Hemos perdido, y qué: será otra la ganancia, otro el poso quebrado que nos lima el retrato, podando las aristas, igual que esos salientes de las rocas, en los acantilados, suavizados por toneladas de agua. Por eso a partir de los 40, más o menos, solamente los imbéciles, los soberbios y engreídos y los analfabetos emocionales no saben perder.

Pero claro, siempre hay excepciones -de hecho, en esto hay muchísimas-- y la política es el campo abonado de los iluminados. Porque si tienes a tu alrededor un coro de agasajadores serviles, de esos que te hacen mil genuflexiones y hasta el besamanos antes incluso de bajarte del coche oficial y pisar la calle de la realidad, entonces puedes creer, y hacerlo sin fisuras, que estás llamado -o llamada-- a liderar un nuevo tiempo como mujer u hombre de Estado, a personalizar tu propia época de esplendor estatal. Y entonces te inflas, como una pava o pavo, te llenas de ti misma o de ti mismo y, si no hay espacio suficiente para tu nuevo ego estelar, acabas por reventar encima de la gente que aún te sigue adulando, aunque cada vez menos, mientras te pasas una semana entera preguntándote qué ha podido ocurrir, por qué los hados no te fueron propicios esta vez.

Tomo prestado el título de la novela de David Trueba Saber perder, porque hace una semana tuvimos el ejemplo contrario en la reacción de Susana Díaz a su derrota. Atendiendo a su propio cursus honorum socialista, lo había hecho bien: secretaria de Organización de las Juventudes Socialistas con 17 años en el 97, sólo dos años después fue incluida en la lista del PSOE al Ayuntamiento de Sevilla. Delegada de Juventud y Empleo, luego de Recursos Humanos, diputada y senadora, secretaria de Organización del PSOE de Sevilla, consejera de Presidencia e Igualdad de la Junta y de ahí, tras las renuncias de Chaves y Griñán, presidenta de la Junta de Andalucía. Es el currículum. Con esa lección vital, nada mejor que parapetarse en el aparato del partido para presentar su candidatura. No hacía falta programa, para qué, si lo importante ha sido, en cada momento de su recorrido, escoger bien el espacio en que posicionarse. Pero resulta que el tablero ha cambiado por dentro, y lo que antes valía, ahora no sirve.

Así que tenía derecho Susana Díaz a sentirse decepcionada. Pero a lo único que no se tiene derecho nunca, en una competición más o menos deportiva, es a no saber perder, a escenificar el desprecio por quien te ha superado. En el futuro quién sabe si se convertirá en una mujer de Estado, pero, hoy por hoy, la Andalucía socialista de la que alardea ha sido una herencia caída en sus manos, y sólo la ha utilizado como trampolín.

Da igual que te presentes a unas elecciones generales, a la presidencia de un club social, de una peña o de una junta vecinal: el cargo lo llenas tú con lo que haces, con tu proyección personal, con tu valía, pero no es una credencial que pueda preservarte de la mediocridad, si va contigo. Porque hay grandeza en saber perder, por supuesto, si quien pierde fue grande alguna vez.

* Escritor