En el pleno del Congreso del 7 de mayo, la cifra del paro era más elocuente que cualquier argumento de la oposición contra las políticas económicas del Gobierno. A los políticos les gusta la oratoria y sin duda están obligados a justificar sus sueldos con el retórico parloteo, pero en esta ocasión les hubiera bastado mostrar en silencio desde sus escaños un cartel con el número 6.202.700 desempleados para que esa imagen diera la vuelta al mundo. No coment . (El sufrimiento de los parados queda fuera del hemiciclo y hay que imaginárselo). Pero seamos dialécticos y pongámonos en la piel de Rajoy: ¿por qué tiene el presidente de una nación democrática y soberana hacer caso a la oposición si goza de mayoría absoluta en el Congreso y sigue aplicadamente las directrices de Bruselas? Fraude electoral aparte, Rajoy está legitimado, no solo a mantener el rumbo de su política económica, como aseguró rotundo, sino a negarse en redondo "a volver a las políticas económicas que nos han traído hasta aquí", y puede permitirse el lujo de invitar a la oposición a unirse a sus recortes, que les llama "anti-paro". No es desfachatez. Es una inversión del lenguaje que supera con mucho a la de George Orwell. ¿Verdad que no se le entiende? Las políticas económicas que nos han traído hasta el desempleo histórico y los despiadados recortes (tajos, más bien) al Estado del bienestar, ¿no se inician con el giro a la derecha dado por Rodríguez Zapatero en 2010 cuando le hicieron caer del burro del keynesianismo con un tirón de orejas? ¿Y no son estas mismas políticas neoliberales las que sigue Mariano Rajoy llevadas a sus últimas consecuencias de acuerdo a sus propios principios ideológicos?

Como en los buenos trucos, lo más evidente no lo vemos. Y, contrariamente a lo que se pregona y promete, esas políticas económicas no crean empleo porque lo que se busca es crear desempleo, aumentar la cantidad de fuerza laboral en el mercado. Pero no tanto porque con la subida de los salarios disminuiría el margen del beneficio y aumentaría el paro, como reza y amenaza la teoría conservadora (cuando lo constatado es que una subida de los salarios no tiene ningún efecto negativo ni en la producción ni en el empleo), sino porque, como Michal Kalecki lo vio claramente en los años 30 dentro de la lucha de clases, el pleno pudiera ser utilizado por los trabajadores como una base estratégica que alteraría las reglas del juego de la burguesía. Esta posibilidad lo convierte en una amenaza para la clase social en el poder, que es hoy rentista, financiera y especuladora, mucho más que industrial y generadora de riqueza. La coartada es devolver la deuda ilegítima que el sistema financiero, a través del Estado, ha endosado al espinazo del trabajador.

Paul Krugman, que no es un lobo feroz izquierdista sino un "activo liberal" norteamericano, como se denomina a sí mismo, lo reconoce en Acabad ya con esta crisis (Ed. Crítica, 2012), cuando declara que estamos de nuevo en una especie de discusión marxista entre el trabajo y el capital, dilucidando cómo es posible que se pongan en cuestión las políticas que buscan empleo en un contexto de profundo estancamiento y crecientes desigualdades. La explicación que se da Krugman es la misma que Kalecki: que el capital considera el pleno empleo como una amenaza a su poder social. O puesto de otro modo: "disciplinados" trabajadores y "estabilidad política" son más apreciados por la alta clase empresarial que los beneficios. De aquí esos ciclos de política económica donde el Estado va alternando el empleo (burbuja a babor) con la austeridad de los balances presupuestarios (recortes a estribor), generando un controlado desempleo. A veces se pasan de rosca y les sale esa cifra de 6.202.700 parados, que es prueba de un atroz naufragio.