Subí por primera vez a la ciudad califal a mediados de los años sesenta, cuando aquello se llamaba «ruinas de Medina Azahara», tal era la poca consideración que se le tenía. Ruinas. Por aquel tiempo aquello era el reino de los jaramagos y las lagartijas jugaban al escondite entre los trozos de atauriques oscurecidos por el musgo y el paso del tiempo, depositados en el suelo, que Salvador Escobar iba uniendo con intuitiva facilidad como si fueran las piezas de un gran puzle. Eran tiempos en que los pocos turistas que subían eran un estorbo para los arqueólogos que se afanaban en desenterrar lo oculto.

La «ciudad brillante» estuvo tan perdida en la memoria de Córdoba que el paisano y cronista de Felipe II Ambrosio de Morales la confundió en el siglo XVI con la Colonia Patricia romana, y de ahí que durante siglos se la conociese con el sobrenombre de Córdoba la Vieja para desorientación de arqueólogos. El verdadero origen de las ruinas estuvo mucho tiempo falseado por la leyenda inventada por fantasiosas crónicas árabes tardías. Igual que a los niños en su primera visita a la Mezquita se les señala el buey, símbolo de San Lucas, diciéndoles que reventó al transportar la última columna, la fundación de Medina se atribuyó al arrebato amoroso del califa Abd al-Rahmán III por su favorita Azahara, la flor; puro cuento oriental en cuya trampa cayó hasta Antonio Gala cuando dedicó un episodio al monumento en su serie para televisión Si las piedras hablaran, lo que no ensombrece su belleza literaria. Como escribió Antonio Vallejo, para desmontar la patraña, Azahara «fue convertida en concubina y presentada como mujer fatal que habría seducido con engaños a Abd al-Rahmán». Medina Azahara fue ante todo el símbolo del poder califal.

Hasta el primer tercio del XIX no relacionó Ceán Bermúdez aquellas ruinas que afloraban en medio de los pastos con Medina, y poco después, en 1854, Pedro de Madrazo tuvo ocasión de participar en una precipitada exploración que relata en el tomo dedicado a Córdoba de la obra colectiva Recuerdos y bellezas de España (Madrid, 1855), ilustrado con bellísimas litografías de F. J. Parcerisa. Pero la ciudad califal no comenzó a tomarse en serio hasta 1910, cuando el Estado se percató de su interés --hay postales antiguas que reflejan su desolado abandono-- y emprendió su excavación sistemática bajo la dirección del arquitecto Velázquez Bosco. Le sucedió su colega Félix Hernández, que se dejó allí casi medio siglo de su vida y estableció la metodología de la paciente recuperación. Pero el dinero llegaba con cuentagotas, hasta el punto que el alcalde Antonio Cruz Conde, impaciente por la lentitud de los trabajos, llegó a reclamar en los años cincuenta su gestión por el Ayuntamiento, sin conseguirlo.

Con la transferencia del yacimiento arqueológico a la Junta de Andalucía en 1984 y bajo la dilatada dirección de Antonio Vallejo --fruto de ello fue su solvente tesis doctoral publicada por Almuzara--, Medina ha conocido el más largo periodo de recuperación, investigación, comprensión y apertura pública, en el que destacan dos hitos. El primero, la exposición El esplendor de los Omeyas cordobeses, que tras su exhibición en París fue inaugurada por los Reyes de España y el presidente de Siria Bashar al-Asad antes de verse envuelto en una guerra interminable. En aquella magna muestra de arqueología islámica, celebrada entre mayo y septiembre de 2001 y auspiciada por la consejera de Cultura Carmen Calvo, Medina hizo honor a su nombre y brilló con luz propia. El segundo hito, más perdurable, fue la inauguración en octubre de 2009 del Centro de Interpretación, distinguido ese mismo año con el premio Aga Khan de arquitectura, que dignificó los restos arqueológicos del lugar y no perturba en altura la cercanía del yacimiento.

Ahora, cuando los políticos (¿he de añadir también políticas?) se cogen de las manos, brazos en alto --como si estuvieran bailando la sardana-- para celebrar la declaración, es el momento de exigirles un compromiso serio con el yacimiento, a ver si el título de la Unesco, además de echar campanas al vuelo, sirve para sacudir voluntades dormidas, mover generosidades presupuestarias y agilizar las asignaturas aún pendientes, como son la apertura del Salón Rico, joya de la corona, tras su prolongado cierre, y la rigurosa vigilancia de las urbanizaciones ilegales próximas al yacimiento, favorecidas en su día por la pasividad municipal. Todos con Medina, sí, pero no solo para ponerse medallas sino para gestionarla con recursos suficientes que permitan seguir excavando, estudiando y protegiendo lo que aún oculta la tierra, que representa el 90 por ciento de la ciudad califal. Vamos.

* Periodista