La abuela no sabía por qué se le estaban muriendo sus rosas. Eran unas rosas blancas, puras, felices, que desde abril hasta noviembre iluminaban el patio. Era un rosal que la abuela había sembrado cuando se enamoró del mismo hombre con el que lleva viviendo cincuenta años. Y el rosal era de una vara que había tenido la madre de la abuela en el mismo patio. De pronto, esta primavera las rosas apuntaban tristes, sin vida; solo abandono y apagamiento. No podía ser. Ese invierno, como siempre, la abuela había podado el rosal. Con los primeros alientos de marzo, había visto asomar los menudos pezones de sus yemas. Como cada año, le había echado el mejor mantillo. Y no veía pulgón ni hongos. La abuela consultó a otras vecinas; consultó en las floristerías. Pero las rosas seguían abriendo tristeza tras tristeza. La abuela me consultó: «Un poeta tiene que saber mucho de rosas». Yo, pobre poeta, le dije que solo entiendo de cortar rosas para mi amor. Pero la abuela me insistía. Miré el rosal. Sí, era un rosal que lloraba en silencio, como si el sol y el cielo ya no llegasen a él, y las golondrinas pasasen muy altas, y el invierno se hubiese apoderado de su vida. Entonces vi que, cerca, escondido entre otro arriate, había un agujero, redondo, oscuro, tenebroso. Era el agujero de una rata. La muy asesina estaba royendo las raíces del rosal. Aparentemente, no había nada en el tronco, las ramas, las hojas. El mal estaba en el fondo, para que nadie se percatase. De manera sistemática, mordisco a mordisco, aquel animal de estercolero estaba quitando la vida a la abuela, y la alegría, y el futuro. La abuela dejaba caer una lágrima cuando miraba sus rosas. Aquella rata era el egoísmo. Había llegado a la vida de la abuela para destruirla, para conseguir que tantas ilusiones, tantos sueños se apagasen y muriesen. Toda una vida convertida en unas rosas muertas, que no darían otras rosas, que ya no servían para un jarrón, para un altar; para que yo enamorase a mi amor. Cuando la abuela supo lo que mataba a sus rosas, no se anduvo con contemplaciones: acabó con aquel animal gordo, oscuro, violento, asesino; y se cuidó de que ninguno otro pudiese nunca más entrar en su patio y en sus rosas. La abuela siempre ha sido una mujer sensible, pero fuerte, certera, decidida.

* Escritor