La política española se ha enfangado tanto en los últimos tiempos que es normal que las personas mínimamente sensatas, y sobre todo con un trabajo que les permita ganarse la vida decentemente, no estén por la labor de implicarse en unas dinámicas que, controladas por unas élites oligárquicas, les restan autonomía. Ello no quiere decir que no haya muchas personas honestas, inteligentes y comprometidas en la vida pública. Por supuesto que las hay, aunque me temo que con demasiada frecuencia en un segundo plano o a punto siempre de abandonar el barco. Ahora bien, las que manejan el timón, marcan estrategias y se reparten cuotas de poder suelen ser profesionales de la política para los que la disciplina y la sumisión al jerarca de turno es un mínimo precio que gustosos pagan con tal de mantenerse en el púlpito y, en muchos casos, mantener un nivel de vida y de reconocimiento que por otras vías serían impensables. Estos males se multiplican en la política local, donde la cercanía hace más fáciles las redes clientelares, las servidumbres y las tácticas sicilianas, y donde además el nivel de dedicación es tan extremo para quien se lo toma en serio que es habitual que la «vitae» acabe siendo engullida por el «curriculum».

En un escenario como este es lógico que encajen mal los seres disidentes, las mentes que se interrogan y los individuos que suelen buscar los cientos de matices que hay entre el blanco y el negro. Con este panorama, que tampoco la «nueva política» ha conseguido transformar, sino que más bien lo ha subrayado con estrategias más sibilinas, a nadie de los que lo conocemos bien nos ha cogido por sorpresa que Alberto de los Ríos haya decidido abandonar el Ayuntamiento. Además de ser un hombre que tiene un puesto de trabajo al que volver, cosa que me temo no pueden decir buena parte de sus colegas de Pleno, Alberto es un tipo que asumió hace años que la curiosidad permanente es el mejor estado del alma, que conquistó en una ciudad tan armarizada como esta su irrenunciable derecho a amar a quien le dé la gana y que siempre entendió que la política o transforma la injusta realidad o es solo una escenificación en beneficio de los privilegiados. Su voz pública, además, nunca fue guerrera ni altiva, lo cual no quiere decir que no haya tenido ni tenga convicciones hondas, pero siempre la usó recordando que la ternura, como bien nos enseñó Petra Kelly, también puede ser un arma de lucha.

Con todos estos mimbres, y otros muchos que hacen del profesor De los Ríos un soñador que un día quiso probar la efervescencia de la res publica, es evidente que Capitulares haya acabado siendo un cauce demasiado estrecho y limitado para quien alberga un caudal de utopías en su cerebro de niño grande. Ello no quiere decir, estoy seguro, que se retire a la comodidad de sus habitaciones. Lo imagino curtiéndose en otras batallas, militando en sus múltiples luchas contra la desigualdad, aprendiendo y haciendo ecofeminismo, confiando en las potencialidades del cuidado y en la savia renovadora de lo horizontal. Esta ciudad, por tanto, seguirá disfrutando de su coraje y de su ternura. Solo pierde con su marcha una política que, tan vieja como la más vieja, continúa mirándose el ombligo y desilusionando a quienes un día pensamos que cabían alternativas frente al neoliberalismo salvaje y la democracia formal. Menos mal que seguiremos encontrándonos con Alberto en «la república de las letras» mientras que recordamos lo que la sabia Adrienne Rich un día nos enseñó: «Un movimiento por el cambio vive en los sentimientos, las acciones y las palabras. Cualquier cosa que limite o mutile nuestros sentimientos dificulta más nuestra actuación, hace que nuestros actos sean reactivos, repetitivos: el pensamiento abstracto, las estrechas lealtades tribales, cualquier tipo de superioridad, la arrogancia de creernos en el centro».

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad. Universidad de Córdoba