Una de las consecuencias derivadas de la mayor longevidad de la población es que permite a los ciudadanos verificar la rapidez con que se suceden los cambios en materia científica. Ni siquiera hace un siglo el metro era la diezmillonésima parte del arco de meridiano terrestre comprendido entre el Polo Norte y el Ecuador, luego pasó a ser definido como la longitud de una barra de platino/iridio depositada en la Oficina de Pesas y Medidas de París. Hacia los años 60 la cosa se complicó un poco más, el metro era 1.650 763, 73 veces la longitud de onda en el vacío de la radiación naranja del átomo de Kripton 86. Y últimamente se define como la distancia recorrida por la luz en el vacío en 1/ 299792458 partes de un segundo. Se ha perdido brevedad pero se ha ganado en precisión y en herramientas.

Hubo un tiempo en que el que en los libros de texto el sistema solar tenía nueve planetas y apenas se sabía nada de los más exteriores, casi nada de sus satélites y apenas cuatro cosas de la luna. Hoy pocos de ustedes conocerán (salvo que hayan leído Nature) que ese lugar del Universo en que habitamos ha recibido el nombre de Laniakea. Parece un nombre antipático. Pero sepan que en hawaiano significa «cielo inmenso». Un supercúmulo de galaxias en el que nuestro Sol es solo uno entre billones de estrellas, de las cuales varios millones forman la Vía Láctea que habitamos. Uno se siente feliz y hasta agradecido, tomando el sol en cualquier controvertido velador, de disfrutar del privilegio de vivir en un rinconcito agradable, casi en las afueras, de esa galaxia que vamos conociendo un poco mejor.

El ser humano es amante de la aventura, tiene curiosidad por hallar explicación a las cosas que no comprende y no le gusta nada estar solo. Así que al tiempo que se familiariza con su vecindad solar no desatiende llegar cada vez más allá en su búsqueda de respuestas y en la construcción de modelos y procedimientos con los que hallarlas. Son muchos los científicos que se afanan para lograrlas. Y algunos de ellos cordobeses en centros como el Nicolás Copérnico de Varsovia, el Max Planck de Heilderberg o el Observatorio Astronómico de Australia quienes, en ocasiones, no dudan en acudir a la Facultad de Ciencias de la UCO o en utilizar las páginas de los periódicos, como el propio CÓRDOBA, para hablarnos, en términos suficientemente sencillos más no por ello exentos de didáctica o rigor (ni de sentido del humor), del apasionante trabajo que desarrollan.

En esa búsqueda es un leit motiv permanente el de hallar vida. Los medios de comunicación nos traen cada vez con mayor frecuencia el hallazgo de planetas con capacidad para albergarla. El interrogante no se centra ya en que exista, sino en cuándo se va a hallar. Y para ello es posible que no se necesite ir muy lejos. Actualmente la ESA prepara la misión Juice a Júpiter y sus lunas que entre otras cosas podría analizar las fumarolas que lanzan a 200 kilómetros de altura los geiseres de una de ellas --Europa-- y que se vinculan a la posible existencia de un mar bajo su superficie. Donde hay agua hay esperanza de vida, así que los lectores de Sir Arthur C. Clarke ya contienen el aliento...

Pueden parecer lugares lejanos pero se nos hacen mucho más próximos a quienes frecuentamos los caminos y los cielos del Valle de los Pedroches cuya visión en una noche estrellada nos introduce en otra dimensión del espacio y del tiempo. No en vano es uno de los diez sitios en el mundo declarados reservas Starlight. Un tesoro único que no solo debemos proteger sino también administrar con la exigencia que no logramos aplicar a ese largo etcétera de controversias que conforma el día a día de nuestra vida ciudadana. Eso si, al menos por el momento, los cielos parecen no ser inmatriculables como Parques del Señor.

El complemento ideal al visitarlo sería llevarse algún libro de Alejandro López Andrada como El Viento derruido recién reeditado por Almuzara. Nadie como su autor transmite la esencia del ser y el paisaje del Valle cordobés. Valga pues para la parte terrenal. Para esas «bóvedas de cuarzo donde habita dulcemente el misterio», en palabras de Joaquín Pérez Azaústre, quizá habría que acudir a una foto para comprender --a la inversa-- tanta inmensidad. De nuestro planeta hay muchas. Pero solo una como la que sacó el Voyager 1 en 1990 a 6.000 millones de kilómetros de la Tierra abandonando nuestro sistema solar. Carl Sagan supo intuir aquel momento único y pidió a la Nasa que las cámaras del Voyager giraran para fotografiar la Tierra. El resultado fue «un punto azul pálido perdido en el espacio». Un punto que, de momento, contiene todo lo que hemos sido, somos y seremos. Una mota de polvo suspendida en un rayo de sol, en palabras del propio Sagan. Hay millones de esas motas de polvo entre las estrellas que pueblan Los Pedroches cualquier noche despejada.

* Periodista