Viajo en tren, con varios periódicos de papel en el regazo -placer de dioses- y leo un artículo altamente recomendable: El mundo más allá de las redes, del neuropsicólogo Álvaro Bilbao. Explica este experto que renunciando a los adelantos tecnológicos del último siglo podemos, al desconectarnos un rato de internet y de los dispositivos móviles, disfrutar de los beneficios de millones de años de evolución neurológica. Relata que nuestro cerebro, cuando lo dejamos tranquilito un rato, aprovecha para reciclarse, sanarse y efectuar mil operaciones de reseteo que nos ayudan a resolver tantos problemas como tenemos pendientes, cuestiones profesionales y domésticas, toma de decisiones... Es lo que vienen haciendo los cerebros del homo sapiens toda la vida, vamos, solo que ahora hay mucha gente permanentemente estimulada desde el exterior y no dejamos descansar a nuestros cabezones (dicho esto en lenguaje científico) para que ellos solos vayan sedimentando las experiencias, fijando conceptos en la memoria y poniendo en conexión los distintos conocimientos que necesitamos para entender bien el mundo y tomar las decisiones adecuadas.

Recomienda este sabio y ameno psicólogo de las neuronas que desconectemos el móvil y tabletas todas las noches -apagando los dispositivos, por ejemplo, y recuperando para nuestra mesita de noche el despertador tradicional- y si es posible un día a la semana. Yo, como voy en tren, me dispongo a la experiencia: voy a estar un ratito desconectada por completo de estímulos digitales, miraré al frente desde mi asiento con serenidad y a ver qué pasa. Son las 14:06 y hasta las 14:40 no llegamos a destino, buena ocasión para no hacer nada. Cierro el periódico y guardo el teléfono móvil, me acomodo y miro por la ventanilla (el paisaje), hacia el pasillo (los pasajeros que van y vienen hacia la cafetería), las caras que puedo apreciar desde mi asiento (a ver si consigo, observando los detalles, averiguar a qué se dedican, como hacían Sherlock Holmes y también Maigret cuando estuvo en el balneario de Vichy), observo el mecanismo de cierre de la puerta. Voy muy bien, yo diría que estupendamente. Miro el reloj: ¡Las 14:10! ¿Qué hago yo hasta las 14:40? Ojo, que no vale dormirse.

Empiezan a entrarme urgentes necesidades: a) debería mirar si me ha escrito alguien al wasap; b) podría escuchar algún informativo de la radio, o buscar un podcast; c) en el móvil llevo la fecha y hora del viaje de vuelta y d) ¡Me aburro!

Tomo una solución intermedia: saco un cuaderno del bolso y me pongo a escribir estas líneas, relato exacto, veraz y descarnado de un viaje de tren. Llegados aquí, levanto la vista y ¡son las 14:28! ¿Qué hago hasta las 14:40? Un poco avergonzada, llego a la conclusión de que estoy cuanto menos ligeramente enferma: quizá tenga una grave intoxicación de dispositivos e informaciones. Tomo una decisión drástica: esta noche voy a echar al móvil de mi habitación. «Lo siento, querido -le diré- te toca dormir en el pasillo, tú preferirías pasar la noche en el sofá, pero no puedo dejarte tan lejos de mi cama, vaya a ser que llame alguien...». Uf. Son las 14:31 horas… Quedan todavía nueve largos minutos para llegar. El wasap resuena: «cling, cling»...