Cuando, literalmente, apenas se han apagado los ecos del munificente centenario de la muerte de Costa (1846-1911), su patricia figura vuelve, altivamente, a recortarse en el horizonte nacional. No como profeta de la catástrofe, sino como notario lúcido y tremente de las flaquezas y manquedades de su pueblo. Las generaciones que protagonizaron el drama del 98 fueron las mismas que impulsaron el gran elan de 1868; las que usufructuaron el espíritu de la radiante Transición son las que condujeron al país al trance en que en estas horas se halla. Quizá alguien exigiera que se adscribiese toda la responsabilidad de la crisis a --con denominación noventayochista-- "las minorías rectoras" y, aún más específicamente, a las elites políticas. Pero, en verdad, al endosarle en su haber tamaña participación se sustrae, en días de vigencias democráticas, la cuota o porcentaje tenidos en ella por el resto de la sociedad, menores sin duda, mas también significativos y pesarosos.

De un tiempo acá, apagada o ya amortizada la identidad de la Transición, todo ha sido en la vida española engaño, mentira, espejismo, trampantojo. En una bacanal de espejismos, se hizo almoneda de cualquier referencia al pasado y se legitimaron comportamientos y actitudes con la exclusiva y excluyente apelación al futuro. Las generaciones tal vez más críticas de la historia nacional con respecto a ella se olvidaron persistentemente de aplicar igual escalpelo, siquiera fuese en dosis mínimas, a su propio quehacer y visión de la convivencia y su proyecto de porvenir. Se rearmó a los fustigadores del ayer y se licenció o silenció a los pensadores del horizonte próximo por carencia de trabajo. La ufanía de los hombres y mujeres de las dos últimas décadas, su abroquelada creencia de haber encontrado la clave de la historia y detentarla ya in aeternum dibujaron ante su mirada una ininterrumpida bienandanza por los caminos del bienestar.

Nada nuevo, sí, en la marcha de las sociedades occidentales, mas con una novedad esencial en la española hodierna. Abocadas al despeñadero de la tragedia, fueron muchas, en un fenómeno siempre colectivo, las voces que se autoinculparon de frivolidad y desmaña. En la España del verano del 2012 su autoría es por entero anónima o, en el mejor de los casos, invariablemente ajena a los sectores e instituciones que ahora se rasgan las vestiduras ante un cataclismo que no pocos presienten que todavía se muestra inédito en muchas de sus expresiones. De un alma alertada y nada proclive al pesimismo, escuchaba ha poco el articulista el siguiente juicio sobre el antuvión del 9 de junio: "Un paso más de nuestra economía hacia la tumba-". Ojalá que se equivoque.

En lo que no se desnortará ningún miembro de las jóvenes generaciones es en desechar de raíz todos los relatos que se le ofrezcan sobre la génesis y desarrollo del acontecimiento. Los invidentes o falsarios no deben tener más opción que la retirada del escenario público y rendir cuentas detalladas, llegado el caso, a la justicia. El mal está ya irremediablemente hecho. La vuelta en Europa --ahora, ya, en el mundo...-- a un estatuto de furgón de cola, a la condición de comunidad de rango inferior y pintoresco, condenada a la suerte de un pueblo sin energías materiales ni espirituales, dimitido de cualquier ambición, ausente desde muchos siglos atrás de las grandes citas con la Historia, huérfano de educación cívica, de pasado luminoso y futuro ensombrecido.

Así ocurrió, un tanto paradójicamente, al término de la lucha victoriosa contra Napoleón. Así volvería a suceder, con mayor lógica y razón, hace ahora un siglo. En esta ocasión, con dignidad a raudales. Nadie acusó entonces ni pudo hacerlo de falta de responsabilidad a la España finisecular, de la falta del mínimo orgullo indispensable para la continuidad de los pueblos frente a hecatombes y desafíos de magnitud amedrentadora.

Nos queda, se oye a alguna voz cínica u hondamente recatada y herida, el fútbol y las playas, uno y otras las mejores, a la fecha, de Europa... Nos queda, como postrera y solitaria esperanza, una juventud a la que, machadianamente, hay que exigirle, en esta hora excruciante de un viejo y noble pueblo, que "si de más alta cumbre la voluntad te llega..." habrás de trabajar más ahincada y solventemente de lo que lo hicieran tus padres.

*Catedrático