Habida cuenta que desde los inicios de la nunca bien alabada Transición cualquier interpretación o análisis de nuestro pasado sin marchamo antifranquista no goza de legitimidad intelectual ante la opinión dominante, habrá de apresurarse a decir que la retórica no tuvo buena prensa en la dictadura. Pese a que la que durante un gran tiempo fue la principal de sus «familias» políticas -su fundador, José Antonio Primo de Rivera, fue un envidiable orador, elogiado incluso por muchos de sus enemigos más acerados-- mostró inclinaciones muy acentuadas por la grandilocuencia y el énfasis, el estilo castrense del Régimen no evidenció seguir tales pautas en su dilatada andadura, terminada con el predominio de la tecnocracia, hostil per diametrum al difícil arte del buen decir.

Y, sin embargo, en última instancia y en los trances más arduos y peligrosos la palabra dirige a los pueblos. Llega estos días a las pantallas cinematográficas un film sobre el ‘Viejo León’, Winston Churchill, quien salvara a su grande y orgulloso pueblo y también, harto probablemente, a toda la civilización occidental -presea la más ilustre y preclara del quehacer humano en la cadena de los tiempos-- de la tiranía más cruel hasta entonces conocida, con un bello, emocionante, galvanizador discurso pronunciado en el sancta sanctorum de la democracia moderna a raíz del feliz resultado de la Operación Dunkerque, también exhibida en su impactante versión fílmica en estas fechas pre-otoñales. Bastaron unas palabras bien pronunciadas, con trémolo contenido, referidas a la reserva inmensa de la nación inglesa y sus pobladores de amor patrio, de coraje cívico, de pasión por la libertad y entrega resuelta, incondicional e ilimitada a las esencias de una cultura europea siempre basada en la democracia y el pluralismo, para que el Reino Unido alzase la más alta bandera de una esperanza asentada firmemente en el elevado sentido del deber y la vibrante conciencia histórica de un pueblo que rechazara con éxito en los siglos precedentes la invasión de las potencias más imbatibles registradas hasta entonces en los anales de la Historia, la Monarquía Hispánica de Felipe II y el Imperio napoleónico… Quizás también el lírico español de más poderosos estro del siglo XX - tiempo igualmente triunfal para nuestra Poesía--, el autor de esa, entre otras, maravilla titulada Ocnos, rebarbativo y muy poco alabeado hacia el encomio como buen sevillano, fuera -se decía-- el testigo o notario extranjero que mejor describiera la respuesta epopéyica, a fuer de sencilla y grave, del pueblo inglés a un líder dotado de todos los recursos de la Retórica, arte ensalzado tal vez como ningún otro por los tratadistas grecolatinos, asaz advertidos de sus efectos taumatúrgicos sobre la conducta de mujeres y hombres.

En esta hora española de suma gravedad no pocos españoles reclaman por todos los medios a su alcance que algún político español siga los pasos del salvador ha poco menos de un siglo de los valores por los que vale la pena luchar y hasta morir.

* Catedrático