La presencia de Podemos en el panorama político tras su espectacular irrupción en las elecciones europeas de mayo pasado significa, más allá de la orientación ideológica que caracteriza a esta plataforma, una saludable renovación de las esclerotizadas estructuras de los partidos en España. Para muchos ciudadanos, Podemos es la esperanza de que se puede hacer política de otra forma. Y para los políticos convencionales (en la peor acepción del término), la prueba de que es posible conectar de forma más sincera con los ciudadanos y recuperar ante ellos una credibilidad sin la que es imposible el funcionamiento sano de un sistema democrático. Pero el aire fresco que significa Podemos no confiere propiedades seráficas a sus dirigentes, como revelan las muy serias discrepancias que está originando en el grupo el modelo organizativo que propone su figura principal, Pablo Iglesias. Se le reprocha que su fórmula para elegir los órganos de dirección le daría en la práctica un poder excesivo, y que eso sería contrario a la filosofía participativa y horizontal de Podemos. Es un debate interesante, que refleja que en casi todas las estructuras sociales --y de forma muy acusada en los grupos políticos-- hay una pugna por alcanzar posiciones de predominio. Podemos, pues, no parece una excepción. Lo que hay que desear es que sus debates y acuerdos sean lo más democráticos posible, porque lo contrario sería una irresponsabilidad que deterioraría un proyecto que es visto hoy con notorias simpatías.