En nuestros comportamientos diarios solemos limitar las acciones. Faltos de cierto control de la realidad, acostumbramos a hablar de relativismo. Todo es relativo, afirmamos. Salvo lo que es absoluto, añadimos. Dicen que es relativista toda tesis que niega la posibilidad de la existencia de una verdad universal y objetiva que trascienda los condicionamientos históricos, sociales culturales o personales. En cambio, no es relativista necesariamente quien niega la posibilidad de que la verdad definitiva y total pueda ser conocida. Quizás sea en este segmento, entre el relativismo y la presunción dogmática, en el que se mueva eso que conocemos como relativismo social. Lo cierto es que la práctica diaria en los quehaceres de la vida nos lleva, por instinto de supervivencia, a suavizar la trascendencia de los principios universales. Lo cotidiano necesita de la simplicidad para subsistir. El trabajo, el descanso, la economía, la política, el arte, la cultura, la ciencia o lo religioso relativizan sus procesos de actuación. Y esto es posible siempre en una sociedad abierta y liberal. Esta es la mejor porque se basa en la aplicación de esas ideas válidas en la teoría del conocimiento. Porque rechaza el dogmatismo y los sistemas cerrados, es decir, se opone a toda forma de totalitarismo. Porque, en ella, las ideologías, siempre falibles, compiten y se refutan a través del ensayo. Porque la sociedad abierta se revela como justa: el hombre está siempre amenazado por la posibilidad de error. Hecho importantísimo en las relaciones humanas. En un sistema democrático, saberse conocedor de la posibilidad de error conlleva la necesidad de la responsabilidad. Lo penoso es cuando convivimos en sistemas cerrados con actitudes autocráticas. Entonces el relativismo social se convierte en un totalitarismo absurdo que impide el desenvolvimiento normal de las personas. La posibilidad de error pierde su encanto. En este contexto, ni siquiera la teoría de la ciencia de Popper, ni su filosofía política son relativistas. Sobre todo cuando se da la fatal paradoja: "Vivimos en una democracia, pero esto (el entorno laboral) no es democracia". Pobre Popper.