Terminan para muchos las vacaciones de verano, que en los últimos años adoptan mil combinaciones, en tiempo y forma, según el perfil social y económico de cada uno: con suerte un viaje al extranjero, una semanita o dos en la playa, alguna en el pueblo, y el resto en Córdoba. En esos días, siempre tan cortos, intentamos vivir intensamente, desconectar del trabajo y evitar cualquier contacto con la realidad excepción hecha de algún periódico, que suele formar parte del paisaje humano junto a la sombrilla, los libros, el café, la cerveza, el tinto de verano, la tortilla y el móvil. Aun así, resulta imposible sustraerse de noticias que nos amargan la paella, como el incremento preocupante de los accidentes de tráfico y los muertos en carretera, el fuego que nos consume, la inmigración que no cesa, los tejemanejes políticos, la violencia de género, los abusos sexuales, el deterioro moral, la estupidez creciente, el terrorismo, o tragedias tan inexplicables y difíciles de justificar como la de Génova. Son noches en las que, aprovechando un cierto respiro de las temperaturas, solemos disfrutar de terrazas y veladores (en los pueblos, también de las puertas de las casas); en las que se duerme poco y se vive mucho, en una inversión más o menos consensuada del ritmo cotidiano que nos singulariza, motiva que suframos verdaderas invasiones de gente de fuera en busca de lo que ellos no tienen, y favorece los excesos, con música, alcohol y drogas como principales protagonistas. España es tierra de contrastes, sabia y libertina, beata y licenciosa, reprimida e impúdica, mojigata y calavera, remilgada y crápula, hipócrita y desenfrenada, amable y maleducada, tolerante y fanática. Nunca se parecerá a Europa por más que unifiquen nuestros horarios, nos vistamos igual, o seamos víctimas de la globalización salvaje. Tenemos un código genético diferente, vivimos al límite, nos corre el sol por la sangre, hacemos chistes hasta en los funerales. Es cuestión de actitud, de cultura, de posicionamiento existencial, de puros goce y sibaritismo, potenciados hace años desde todos los ángulos como una filosofía imprescindible de vida, como un carpe diem vital para favorecer el consumo, reactivar nuestra inestable economía y mantenernos en primera línea del codiciado escaparate del mundo.

De ahí quizás que nuestras autoridades no paren de abrir la mano en lo que se refiere a las concesiones al sector hostelero, en beneficio de quienes han adoptado a rajatabla la filosofía anterior, y en perjuicio del ciudadano de a pie, de ese que tiene que acostarse a las once de la noche porque se levanta a las seis de la mañana, y necesita unas horas de sueño que con frecuencia le son robadas sin consideración y desde la más absoluta impunidad. Este latrocinio se verá aún más potenciado por la nueva regulación de actividades recreativas aprobada estratégicamente en mitad del verano por la Junta de Andalucía, origen de cierta polémica a pesar de las fechas y bomba de relojería para el otoño, que estallará apenas la gente empiece a entender y sufrir su verdadero alcance. Nuestros cascos históricos están ya tan invadidos por las terrazas y los locales de ocio, que personalmente entendería una ley destinada a limitarlos, pero nunca a darles alas, y mucho menos a ampliar su horario y permitirles que incorporen música y actuaciones en directo, otorgándoles así una peligrosísima carta blanca. ¿Dónde quedan los derechos de quienes quieren o necesitan hacer una vida normal? ¿Quién les protege a ellos? ¿Ha probado cualquiera de los políticos participantes en la elaboración de tan agresivo y pernicioso reglamento lo que se siente cuando tu intimidad, tus días y tus noches, se ven invadidas por la multitud y el ruido? Tal vez no supieran que ya en 2016 los Defensores del Pueblo españoles en su conjunto denunciaron las agresiones acústicas como un problema gravísimo de salud colectiva. ¿Dónde queda la Directiva Europea del Ruido? ¿Dónde la Constitución y el Estatuto de Andalucía? ¿Qué ocurre con los ancianos, los niños y los enfermos? Por más que la principal industria andaluza sea la del turismo, y de su mano la hostelera, sostén económico presunto de partidos y políticos, ciudadanos somos todos, y los derechos propios empiezan siempre donde terminan los ajenos. El respeto y la cultura no merecen su nombre si se construyen a costa del maltrato y el abuso sobre una parte representativa de la sociedad, por más que ésta no tenga más fuerza que la de su humilde voto. Confío en que por una vez nuestro Ayuntamiento, que ha fracasado hasta el momento en sus intentos de resolver el problema, demuestre que está de parte de la gente y ponga pie en pared a tamaño despropósito. En caso contrario será la ciudadanía la que deba defenderse y pedir amparo a la justicia y a Europa.

* Catedrático de Arqueología de la UCO