Q uienes tenemos la suerte de haber nacido en un pueblo y pasamos en él las vacaciones de verano regresamos a Córdoba con la sensación de haber reforzado nuestras raíces, con los pulmones llenos de aquel mismo aire que nutrió nuestros primeros años, con el alma cargada de melancolía y el corazón ahíto de afectos y de amistades renovadas, convencidos de que no existe en el mundo privilegio mayor que contar con un lugar al que poder volver siempre, y amigos con los que compartes vivencias desde que dabas los primeros pasos. Como todo tiene siempre su contrapartida, también percibes en plena rotundidad la fugacidad de la vida, cómo esta va vaciando poco a poco tus paisajes humanos y un día descubres que conoces más gente en el cementerio que fuera; pero supongo que es la metáfora más efectiva del sic transit gloria mundi, de aquello de los ríos que van a dar a la mar, que decía el poeta. Vuelve uno así con la maleta repleta de emociones contradictorias, repuesto el cuerpo y renovado el espíritu, con la nostalgia a cuestas, y menos ganas cada año de retomar el tajo. Es entonces cuando percibe, en toda su crudeza, la realidad que durante dos, tres, o con mucha suerte cuatro semanas, dejó aparcada a la orilla del camino, evitó a toda costa, decidió marginar temporalmente en beneficio de su salud física y espiritual. Como consecuencia, impacta reencontrar el mismo panorama del que se intentó huir: terrorismo, asesinatos, accidentes, violencia del más variado género, corrupción, política de baja estofa, actitudes incívicas, mala educación, ruido, altas temperaturas, contaminación, ausencia de valores, obras, calles cortadas, caos de tráfico...

Este último es, quizás, el aspecto más doloroso, lacerante e incomprensiblemente surrealista que padecen desde hace algún tiempo quienes viven en el casco histórico de nuestra ciudad; y lo peor es que la cosa podría no haber terminado, dado que se anuncian nuevos cambios. Los procesos de peatonalización son siempre traumáticos, pero lo que bajo ningún concepto resulta aceptable es la política de entorpecer poco a poco y de manera solapada la existencia de quienes han decidido, en el ejercicio pleno de sus derechos ciudadanos y a veces a costa de muchas renuncias, vivir en el centro monumental, hasta expulsarlos de él. Basta un poco de sentido común para entender que uno de los principios fundamentales de la urbanística moderna consiste en aligerar el tráfico del corazón de las ciudades, desplazándolo hacia las rondas y los grandes ejes viarios. Por eso resulta tan inexplicable que, tras la última remodelación del mismo acometida por el Ayuntamiento, para salir o entrar de muchas de las cocheras de barrios tan poblados y emblemáticos como la Axerquía haya, necesariamente, que pasar por las Tendillas, con lo que esto supone de densificación de la circulación en calles y plazas poco aptas para ello, de molestias para los peatones, y de enfado lógico y más que justificado para los usuarios, que ven cómo de manera sistemática se les dificulta su día a día, cómo se les arroja de su propio entorno en beneficio de un nuevo modelo urbano que prima los usos turísticos y la desnaturalización frente a los intereses de quienes lo habitan y lo construyen como entidad urbana. Eso, por no hablar de las consecuencias que tales cortapisas representan para los centros de enseñanza y ante cualquier tipo de urgencia, ya sea médica o sobrevenida. Por desgracia, sé bien de lo que hablo.

Una ciudad ideal es la que hace más fácil y agradable la vida de sus habitantes, la que facilita su devenir cotidiano, la que les regala con espacios públicos confortables y acogedores, la que piensa en todos y cada uno de ellos sin primar eventuales intereses económicos, partidistas o ideológicos sobre el bien común, la casuística colectiva o la esencia cultural y las tradiciones de quienes --ellos sí-- hacen ciudad a base de vivirla. Los políticos iluminados que se sienten en el derecho de modificar las cosas hasta el punto de provocar el caos o terminar echando a los ciudadanos de sus casas deberían primero bajar a la calle, probar en carne propia las dificultades y problemas que las decisiones tomadas en un despacho acarrean, escuchar a todo aquél que quiera o sienta la necesidad de expresarse, y no descartar de entrada opinión alguna. No existe gobernante más sabio que aquél capaz de interpretar correctamente los deseos de sus gobernados, por encima de la promoción personal, la vanidad mal entendida o la presunta clarividencia; porque, por más que a muchos les cueste entenderlo mientras ostentan el mando, la gloria, como la fama y el poder, son siempre efímeros.

* Catedrático de Arqueología UCO