El chico de oro cumple ochenta años con su propio relato de ferocidad. Tío, esto no es para mí, le dijo al compañero con el que había recorrido la ribera encarnada de la Costa Azul, tras haber sido un pintor americano en París y haber vendido lienzos con paisajes marinos sobre el Sena. Demasiados días arañando el mismo trozo de queso en el bolsillo de un abrigo raído, demasiados apuntes para estampas que serían fotogramas sobre la realidad veinte años después, ya tras la cámara. Después de rechazar una beca deportiva universitaria decidió ser el último miembro de la generación perdida y seguir los pasos de su admirado Scott Fitzgerald en Montmartre, cuando solo había sol sobre las olas y los pueblos costeros mantenían su quietud de palabras. Entonces, al entender que el viaje había terminado, regresó y consiguió sus primeros papeles en Broadway. El resto es una historia de vértigo en la sangre, pero en El río de la vida, ya como director, con Brad Pitt de protagonista, al explicarle el personaje, como un espejo de su juventud, se quedó pensativo frente al horizonte. Bob, ¿qué te pasa? Entones miró a Brad, y quizá vio en sus ojos bajo el fulgor naranja un resto del muchacho que él fue un día, mientras oteaba la anchura de la carretera perdiéndose a lo lejos, y le dijo: Me he pasado la vida tan pendiente de la próxima estación que, hasta hoy, no me había dado cuenta de que tengo una historia. Confieso que he vivido, un poco a lo Neruda bajo la piel de Gatsby, con la tensión periodística del Watergate en Todos los hombres del presidente. El año pasado protagonizó Cuando todo está perdido, un hombre viejo perdido en el océano que resiste el temporal, sin una línea de diálogo. Cuenta Jane Fonda que, durante el rodaje de El jinete eléctrico, a veces cogía un hornillo, una sartén y una manta para pasar la noche al raso, montaba y desaparecía. Tal como éramos, un hombre es sus principios. Un cumpleaños más, Sundance Kid cabalga en su frontera.

* Escritor