La historia de ETA está repleta de fechas en las que sus zarpazos dejaron a los españoles con el corazón encogido, pero probablemente no hay ninguna tan atroz como el 12 de julio de 1997, el día en que asesinó de dos tiros en la nuca a Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en la localidad vizcaína de Ermua, 48 horas después de secuestrarlo y exigir, a cambio de su vida, el acercamiento de los presos de la banda al País Vasco. El Estado democrático, como era de esperar, no cedió al chantaje, y ETA desoyó las multitudinarias peticiones ciudadanas para que no cumpliese su mafioso ultimátum. Las posteriores movilizaciones de repulsa por el crimen fueron un clamor, una gigantesca demostración popular de ira y hartazgo. «Este maldito sábado de julio pasará a los futuros libros de historia como el día decisivo en que ETA, además de cometer una gran salvajada, incurrió en el error final que acabó con ella», auguró entonces Diario CÓRDOBA en el editorial. Y así fue: aunque en los años posteriores aún mató a más de 60 personas, la banda inició el declive al acentuarse su aislamiento social, hasta desembocar en el alto el fuego del 2010 y la entrega de las armas de marzo pasado. Solo falta su disolución formal para cerrar el capítulo más siniestro de nuestra historia reciente. La ausencia de terrorismo hace que el crimen de Ermua parezca hoy lejano, pero por decencia democrática y para no olvidar las enseñanzas del pasado es obligado recordar a Blanco, símbolo de los que sucumbieron ante la barbarie etarra.