Vivimos inmersos ya en nuestra semana de Pasión. Para los cristianos y, en especial los católicos, tiene un significado transcendente. Córdoba se engalana con olor a azahar en la Medina, para ser testigo del recorrido silencioso y solemne que las diferentes Hermandades y Cofradías recorren en sus estaciones de penitencia, plazas, callejas y callejuelas, recodos inverosímiles en sus diferentes barrios, para abocar todas ellas en nuestro templo principal, Mezquita-Catedral, Patrimonio de la Humanidad, de una belleza que a todo visitante le deja sin palabras.

La Carrera Oficial, en el entorno de la Judería, tuvo su antecedente cuando yo era niño, allá por los años sesenta donde por parte de la Agrupación de Cofradías se intentó sin éxito, el recorrido de la Carrera Oficial en ese entrañable entorno y aledaños, así como en el Patio de los Naranjos que siempre recibe en la penumbra de la tarde y de la noche a nuestras sagradas imágenes. Ahora son otros tiempos, y aunque las sensaciones son parecidas y los actores y personajes también similares, cincuenta años después considero que hay que agradecer el esfuerzo de todas las instituciones para regalarle a Córdoba momentos inolvidables, donde la música, los aromas de las velas, el rastrear de las zapatillas de los costaleros, giros inverosímiles y una serie de sensaciones, que aun a los profanos les despierta determinadas sensibilidades. En definitiva, es la manifestación en la calle de nuestra cultura cristiana--católica, y su exaltación para que el pueblo se sienta más parte de ella y pueda dialogar con su Historia, con el viento de la tarde y con las imágenes caminando por la ciudad a golpe de marcha, de esfuerzo y de oraciones silenciosas.

Jesús, el antihéroe en vida, ha venido marcando múltiples contradicciones históricas durante estos últimos dos mil años, y su doctrina revolucionaria de ese Amor sin moneda de cambio, también coadyuvó a la caída del Imperio Romano porque se cercenó su escala de valores, provocando posteriormente la ruralización de aquella sociedad medieval, que abrió los ojos siglos después en el Renacimiento, galopando sobre las siguientes etapas históricas por todas conocidas, con más o menos fortuna hasta el día de hoy. Éste Jesús, perdedor en vida y triunfante en la muerte, se enfrentó, sin ningún pudor, a la ira de los poderosos, en su entrega sin límite a los más necesitados, y aunque nunca deseó crear una Iglesia, sí quiso cambiar el mundo para hacerlo un lugar de encuentro y de afecto mutuo y de entrega a los demás. En su inmensa figura espiritual, por desgracia, posteriormente se justificaron múltiples y demasiadas guerras religiosas, que hoy también siguen existiendo apoyadas en otros credos y odios intransigentes lejanos a ese mensaje, y que todas ellas son fruto exclusivamente de pasiones negativas, soberbias incontroladas, avaricias enfermizas, envidias soterradas, muy propias del género humano. Un Jesús Dios cabalgando en una trilogía también divina que ha venido marcando el devenir de los tiempos.

Como exponente de ese amor de entrega, hay personas que dejan un recuerdo imborrable en su paso por la existencia, y me refiero entre una multitud a la cordobesa Bárbara Castro, de profundas convicciones religiosas católicas, que tras serle diagnosticado un tumor maligno cuando estaba embarazada, y que necesitaba urgentemente un drástico tratamiento de quimioterapia o intervención quirúrgica, que lógicamente acabaría con la vida de la hija que llevaba en su vientre, tomo la decisión irrevocable de sacrificar la suya para que esta lograra su supervivencia y aunque lo consiguió, fue a costa de morir poco tiempo después del parto.

Ella se apoyó en tres conceptos admirables. El primero, sus fuertes e irrefutables convicciones religiosas de que Dios es, en definitiva, el dueño de nuestras vidas y que ese Dios-Naturaleza marcaba el curso de los acontecimientos, sin importarle los riesgos que asumía. El segundo fue su encomiable generosidad, fuera de todo límite, que teniendo a su favor una legislación que protegía sus derechos individuales, decidió no utilizarla para arrojarla al último rincón del olvido, y que esa expectativa de vida fuera hoy una realidad, cumpliendo el compromiso que tuvo con ella cuando la concibió. Y la tercera, el pleno convencimiento de que la muerte no existe. Que hay una supervivencia en otros niveles, tiempos y lugares, en un mundo invisible para nosotros, con gran cantidad de testigos y actores de esa extraña experiencia inolvidable. Relativizar lo inmediato para dar paso a lo eterno e inmortal, al triunfo del espíritu o del alma, como se quiera llamar, sobre el concepto, a veces demasiado importante que le damos al Carpe Diem como ejemplo erróneo de vida.

Esa conciencia de que no somos dueños de la vida de otros, y que cuando surge el conflicto, es preferible perder uno mismo a ganar sobre el prójimo indefenso. Morir con la conciencia tranquila, es mucho mejor que vivir atormentado cuando los valores pugnan entre sí, ya que puedes entrar en una guerra permanente contigo mismo, que al final, puede también acabar destruyéndote.

* Abogado y académico