Aveces dudo sobre el contenido que debo darle a mis artículos, no tanto porque no sepa el qué sino el cómo. Hoy es uno de esos días, y la dificultad surge al querer hablar de alguien que ya no está, de quien durante años fue mi amigo y con el que compartí muchas inquietudes, pero al mismo tiempo me encuentro con el problema del distanciamiento (incomprensible, por otra parte) de los últimos años, solo superado por el recuerdo de mejores momentos. Hablo de Manuel Márquez Paniagua, colaborador de este diario durante varios años con artículos que más allá de la opinión estaban llenos de literatura, también de provocación, como no podía ser menos dada la personalidad de quien los escribía. Nuestras fechas de nacimiento se separaban tres meses, coincidimos como estudiantes en la Universidad de Sevilla, él en Medicina, a pesar de realizar el bachillerato de Letras, yo en Historia, a pesar de cursar el bachillerato de Ciencias, pero no nos conocimos allí, sino unos años más tarde en Montilla. Nuestra amistad se estrechó cuando su profesión lo llevó al nuevo hospital de Cabra, donde también fue concejal socialista tras las elecciones de 1987. El final de su etapa profesional estuvo en Huelva, e igual que algunos grandes toreros han muerto en la plaza, él, gran aficionado a la tauromaquia, falleció hace pocas semanas en su centro de trabajo. Quienes lo conocieron en su faceta profesional dicen que fue un buen médico, yo solo puedo dejar constancia de su profesionalidad y de su compromiso con la sanidad pública, a la que dedicó muchas horas de su tiempo.

Estos días he releído sus artículos publicados el año 1990 en un volumen con el mismo título que los encabezaba en el periódico: Rumores de la caleta. Hice una reseña de aquel libro en este diario, y comenté que en esos artículos se preguntaba de qué se curaba escribiendo, y que de sus palabras se deducía su condición de cínico (en el sentido filosófico), libertino e irónico (esto último por herencia de su abuela). En un artículo dedicado a Antonio Ramos, reflexionaba sobre el papel de la prensa y de los artículos: «En este espacio de intersubjetividad confluimos y contactamos los empedernidos buscadores de verdades y los selectos aficionados a mentir por el gusto de hacerlo con impunidad, con inocencia y a veces hasta con gracia. En cualquiera de los casos la lectura del periódico tiene todo el morbo ceremonial propio de los placeres solitarios». Reivindicaba el valor del debate, de la palabra, y defendía la militancia social frente a la orgánica. El artículo tenía un título extraño: «Kapadavati», si bien adquiría sentido cuando al final nos explicaba que era una palabra india que significaba «sacar brillo al cerebro». Creo no equivocarme si afirmo que su gran amor fueron los perros, hubo muchos a lo largo de su vida, y no los he conocido a todos, pero no puedo dejar de recordar a un galgo afgano llamado «Lear», fiero y elegante, a una hembra siberiana llamada «Arlanda», a la que un día buscó desesperadamente cuando aún era cachorro, y a una hembra de terranova a la que llamamos «Troya», y cuyo cariño compartimos hasta el punto de que atacaba a cualquier otra perra que se acercara a nosotros y se mostraba indiferente si acariciábamos a un perro.

En la contraportada de su libro explica que quiso dedicarse a la psiquiatría, cuando pensaba que el problema del hombre era el individuo, y luego a la política, cuando situaba el problema en la sociedad, pero que encontró una vía intermedia en la Anestesia, que consideraba como una muerte fingida, falsa. Frente a la verdadera muerte pensaba que solo cabía convertirse en un libertino y tener como dedicación la literatura. No sé si al final conseguiría su objetivo, pero siempre le pedí que no dejara nunca de escribir, espero que no lo olvidara.

* Historiador