Últimamente en España todo el mundo tiene razón. Ante cualquier asunto, ante cualquier grieta temblorosa bajo las angosturas de la realidad, aparecen los recios portadores de una verdad única. Se hable de lo que se hable, del tema y su fricción, cada uno eleva su postura y la arroja a un vacío que no espera respuesta. El diálogo -el real, consistente en una exposición de motivos que luego se comentan con una pretensión de ida y regreso, pero con una vuelta enriquecida por la escucha y la tensión ajenas- quedará abolido de antemano, porque los perfiles se cincelan en un desgaste de afianzamiento cíclico, de manera que más o menos veremos venir el discurso de cada cual sobre determinado tema, dentro de su retrato, que no admite matices ni tampoco los pliegues de la vida distinta, con su experiencia y su ponderación. Tomemos cualquier asunto y organicemos un debate. En el primer encuentro podemos sorprendernos ante el coro de voces, únicamente si aún no conocemos a los intervinientes; pero a partir de ahí, en los episodios siguientes, sabremos de antemano la posición de todos en el tema que sea -que viene a ser lo menos importante-, porque cada uno se agarra a su carácter, a su rol esgrimido como una opción entera, que podrá adaptarse a todas las cuestiones vivas o por vivir, desde la independencia de Cataluña hasta el origen del cosmos, pasando por la laicidad, el matrimonio gay, la reinserción del delincuente en casos de probada peligrosidad social, el aborto o el sexo de los ángeles, porque todo es ponerse. Tú eriges un perfil y ancho es el tópico, porque te encuadra y te define no en lo que has opinado, sino en lo que vendrá, en el goteo de opiniones inamovibles. Así, el sujeto se extiende en una exhibición de todas sus certezas, porque no se plantea moverse de su sitio, de su espacio en el campo del pensamiento público, más o menos a la izquierda o a la derecha de la pista, porque lanzarán las bolas, sean las que sean, desde el mismo lado del campo.

Todos podemos caer en eso y seguramente lo hacemos, porque también tocamos el rostro en el espejo de lo que se espera de nosotros. Es como una firma, una especie de rúbrica partidaria, más esclava de las categorías y de las etiquetas que de una verdadera complejidad moral en la contemplación de la vida y sus aristas. Cada perfil, cada rol, tiene también sus rasgos, sus hábitos sociales y hasta sus uniformes, la caracterización de un postureo, entre el cordobita y el moderno, el rojo y el facha, el poeta social y el autor metafísico. Los encuentras, los sientes, los adviertes. Cada vez más: cada grupo con sus bares, sus menús, sus hábitos festivos y las opiniones, cada vez más gregarias, que se suponen en ellos. Está pasando en la política y en la vida social, porque España es España, como sabía Machado -cualquiera de los dos-, y aquí no hay planteamiento para entender al otro, sino para lanzarle la opinión a la cara como un golpe de mano. No es lo mismo en Francia, por ejemplo, donde en todos los planes de educación se pondera el comentario de texto a lo largo de los distintos cursos, para enfrentar cualquier asunto en el borde cambiante de la vida. Exposición de motivos, primero. Tesis -la personal-, después: lo que uno opina, lo que uno siente (en España, sobre todo últimamente, no solemos pasar de este nivel). Pero luego viene la antítesis, es decir: ponerte en el lugar del otro, e intentar comprenderlo. Yo tengo mi razón y la comprendo -para eso es la mía-, pero ahora voy a tratar no sólo de entender la contraria, sino de encontrar, incluso, razones que la puedan cimentar, que le den un bastión, que la defiendan. Después regreso a la mía originaria, y de ese contraste, de ese viaje interior, sale la síntesis. Y ahí suele ser más fácil convivir, en la tierra de nadie que acaba siendo compartida y propia. No digo que los planes franceses sean perfectos -aunque en España no destaquemos por el cuidado de nuestra educación, ni de nuestra cultura-, pero parte de esta disposición abierta hacia la vida consiste en mirar ese otro latido, lejos de la frontera, para encontrar un nuevo territorio que gozar y vivir. Aquí cada vez que uno lanza una opinión le parece que cae por su propio peso; pero la vida real, la simiente que late en una convivencia con sus rostros fugaces, cambiantes, entre el cargo diario y el sueño de la tranquilidad del respeto a lo ajeno, no acumula tantas obviedades. Nos falta conversación, una voluntad cierta de comprender al otro, y nos sobran razones.

* Escritor