De la misma manera que hablamos del ser humano, varón o mujer, como ente real, la sociedad es así mismo un ente real. No es meramente una agregación de individuos. Es un ente real, con su propia vida, sus propias vicisitudes, su propia evolución y transformación. El ser humano individual se constituye por la estructura de células, tejidos y órganos, y un espíritu o alma que personaliza su identidad. La sociedad humana se constituye por una estructura de individuos jerarquizada, y un espíritu que igualmente personaliza su identidad. Ese espíritu es la cultura.

La cultura es un conjunto estructurado de valores. Los valores no son cuantificables, ni por sí mismos unos son superiores a otros. Es la apreciación que la mente humana hace de ellos lo que establecen la jerarquía. La fuerza física, la pericia guerrera son en ciertas culturas valores superiores a la sabiduría; el orden público es en ciertas culturas un valor superior a la justicia y la igualdad social; el nacionalismo es apreciado en ciertas culturas como un valor superior a la solidaridad internacional. Es a partir de una determinada cultura como se toman decisiones individuales o colectivas, como en definitiva se define el bien y el mal, la verdad y el error. Lo que en una cultura es considerado una virtud, en otra es considerado un delito.

Situados dentro de un determinado sistema cultural nos encontramos encerrados en un espacio limitado por biombos opacos, sin la posibilidad de percibir lo que detrás de esos biombos pueda existir. En realidad existen otros mundos, otras culturas donde los criterios de evaluación son diferentes, puede que incluso contradictorios con los de la cultura que nos envuelve a nosotros mismos. Si estos biombos no son solamente geográficos, sino además temporales, perdemos la perspectiva de lo que ha sido válido antes que nosotros, y previsiblemente será válido después de nosotros. Lo apasionante del análisis histórico de las culturas, es precisamente constatar, cómo los seres humanos han podido vivir y conformar mundos totalmente diferentes.

Cada sociedad se considera a sí misma en el punto final, en el punto Omega, de la transformación cultural. Aprecia la superación que ella misma ha hecho de viejos esquemas, y piensa que ha llegado al límite de la modernidad y del progreso. Las sociedades generalmente no son conscientes de que el acervo cultural que les da consistencia, pueda un día quedar superado por otro nuevo. Incluso se resisten al cambio, porque el cambio representa la muerte de la propia sociedad como tal. Otra nueva sociedad ocupará su lugar en la historia, mientras que la presente quedará reducida a una mención en los libros especializados.

Es precisamente esta dialéctica entre la permanencia y conservación de los valores actualmente existentes, o en la sustitución de los actuales valores por otros nuevos, promoviendo el progreso cultural, lo que diferencia las mentalidades integristas de las tolerantes. Es por ello que el fundamento de la tolerancia consiste en la conciencia de la transitoriedad de las culturas. Por el contrario los integrismos se apoyan en la convicción de su permanencia cuasi eterna. Los integrismos caen en el género de idolatría que los antiguos profetas de Israel combatían celosamente. Elevar a la categoría de absoluto y permanente, con atributos cuasi divinos, objetos creados por los hombres, fuesen de madera, bronce o metales preciosos. De forma similar los integrismos se autodeclaran fieles absolutos de algo, que por su propia esencia es meramente contingente.

Los integrismos a veces adoptan modos de procedimiento pacíficos. Optan por una resistencia al cambio pasiva, o victimista. El hecho de que adopten formas de autoinmolación, no altera su perfil intransigente, su idolatría por una determinada cultura, la cual en realidad no es más que una creación transitoria y pasajera del espíritu humano.

Otras veces adoptan modos de procedimiento agresivos, donde la violencia es apreciada como forma heroica de defender los valores absolutos, exterminando todo aquello que se opone a sus particulares esquemas. Este fue el carácter de los fascismos que adquirieron gran aceptación en amplios sectores de la sociedad europea de los años 30.

En otras ocasiones la intolerancia se vierte en un lenguaje que pone de manifiesto una incapacidad de admitir alguna probabilidad de acierto, aunque sea parcial o mínimo, en posiciones distintas de la propia nuestra. El discurso político que estamos presenciando en estos meses está excesivamente dominado por esta intolerancia del lenguaje.

* Profesor jesuita