Dios ha muerto, Marx también y yo no me siento nada bien. Esta frase --o algo que parecido-- la dijo Woody Allen en una película cuando aún era gracioso. Pero parece que no, que estaba equivocado y que los mencionados tan solo habían estirado la pata en Occidente. Todavía hoy resulta factible que un descerebrado se atreva a perpetrar una matanza en nombre de Mahoma, a pesar de que los filósofos alemanes en el siglo XIX y la física cuántica del XX habían enterrado a los dioses.

Los altares no son lechuga de mi huerto. Ni el catolicismo de incienso y sacristía, ni esa ultraortodoxia judía que borra a las mujeres de la foto oficial. Todavía menos el burka, los latigazos y las lapidaciones. Y sin embargo, a pesar de defender la secularización, la tentación de culpabilizar solo a la fe religiosa de la sangre vertida en la redacción de Charlie Hebdo y en el supermercado kosher sería demasiado simplista: ni el islam es compacto, ni extremista en su conjunto. Este es un problema de matices del gris. Basta escarbar en las biografías de los terroristas implicados para encontrar el desnorte de esos inmigrantes de segunda y tercera generación excluidos del futuro laboral y educativo: abandonos paternos durante la infancia, casas de acogida, rentas mínimas, suburbio y desesperanza. Uno de los hermanos Kouachi hizo pinitos en el rap antes de empuñar el kalashnikov, un camino que no parece demasiado coherente, sino una búsqueda ciega de identidad, de que un padre sin fisuras le indique el camino. Lo expuesto no pretende minimizar la sangre, ni mucho menos; tampoco es buenismo. Europa, por supuesto, debe seguir defendiendo a ultranza los valores democráticos por los que lleva peleando en los últimos 200 años. Pero justo por eso, por la larga batalla, que no pretendan cambiarnos ahora el cromo de libertad por seguridad.

* Periodista