Mientras que mis alumnas y mis alumnos de primero hacen un ejercicio sobre la transición española, no puedo evitar el recuerdo de Rafael Sarazá que en estas mismas aulas, hace no tanto tiempo, les explicaba a jóvenes como estos cuáles son los valores que tantos como él lucharon por hacer reales en nuestro país. Fue en la Facultad de Derecho donde tuve la suerte de conocerlo, justo cuando yo era aprendiz de casi todo y él toda una referencia en la vida pública de una ciudad, la nuestra, tan poco acostumbrada a reconocer a quienes siempre tuvieron claro que la felicidad o es política o no es. En un lugar como la Universidad, en el que pesa tanto el currículo y con frecuencia tan poco la vida, Rafael me enseñó, sin necesidad de manuales ni cátedras, sin el disfraz de una corbata y por supuesto sin el incienso de los púlpitos, cómo el Derecho desvinculado de la Justicia social es un un arma al servicio de los poderosos y, sobre todo, cómo las convicciones han de ser siempre el nervio que dote de sentido ético a nuestras acciones. Así lo bebió él de un cristianismo revolucionario en el que pesaba más las oraciones a María Magdalena que el oro de los báculos de los jerarcas.

Conservo como un tesoro todas las cartas que él me escribía cada vez que se sentía interpelado por uno de mis artículos, o cuando simplemente tenía la necesidad de compartir conmigo sus múltiples inquietudes. Tuvimos largas conversaciones, de esas que hoy resultan tan raras en el mundo de twiter y de face, en las que lo mismo hablábamos de política local que de cine o de viajes. Nos reímos juntos en las numerosas ocasiones en que muchos pensaron que éramos familia y así, gracias a unos apellidos similares, viví incluso el sueño de ser parte también, de forma más íntima y exclusiva, de un hogar que para él siempre fue un ancla que lo mantuvo firme en medio de los vendavales. Y así fue como también a mí llegó el aliento cálido, inteligente y siempre lúcido de su enamorada Luisa. Una gran mujer que no estuvo detrás sino al lado de un gran hombre.

En estos tiempos de izquierda desnortada, de neoliberalismo galopante y de abstenciones que callan y otorgan, me habría encantado hablar con Rafael porque estoy seguro que me habría iluminado y, sobre todo, me habría convencido, siempre entusiasta, de que no renunciara a mis ideales, de que siguiera luchando por las cosas en las que creo, tal y como él hizo a lo largo de toda su vida. Me habría reconfortado en mi alma de republicano indisciplinado escuchar sus palabras que siempre brotaban desde el equilibrio de quien bien sabe que razón y emoción son inseparables. Me habría recordado, una vez más, que como docente mi labor es también política y que mi compromiso ciudadano se traduce en todo lo que hago, callo o silencio. Me habría enseñado, con su propio ejemplo, y como siempre desde la modestia más absoluta, que la verdadera revolución por hacer tiene que ver con el entendimiento de que los derechos humanos no son otra cosa que la ley del más débil. Y que por tanto como juristas deberíamos sentirnos obligados a trabajar por ese horizonte, por más que sean valores que coticen a la baja en el mercado de los que compiten desde los despachos.

En esta tarde de octubre, mientras que mi alumnado lee tal vez por primera vez que en este país hubo muchas mujeres y muchos hombres que se la jugaron por hacer posible que hoy vivamos esta democracia imperfecta pero necesaria, me habría gustado tener algún tipo de creencias que me ayudaran a no sentirme tan triste. Aunque tal vez, viendo como estos jóvenes hacen memoria, haya descubierto que la única eternidad posible consiste en ver cómo seguimos tejiendo tapices con el hilo que un día Rafael Sarazá dejó en el bolsillo de mi chaqueta.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad (UCO)