La semana pasada caían esas primeras gotas de lluvia del otoño. Esperadas como el llanto que ahuyenta la congoja y tristes como la nostalgia del viejo que observa jugar a los niños. El domingo fui al campo y estaba seco, seco como las piedras que sirvieron para templos romanos, después para basílicas cristianas y más tarde para la mezquita de Córdoba.

Tal vez nos espera la metamorfosis proveniente del cambio climático y nos veamos invadidos por el desierto. Si me sobrase el dinero lo emplearía en reciclar algunos paisajes que lamentablemente solo quedan en el recuerdo... reproduciría un trozo de La Arruzafa, El Mirador de las Niñas o las Ermitas, por ejemplo; fuera de los itinerarios convencionales, donde la gente que me preceda pueda disfrutar de aquellas cosas que yo he disfrutado. No aspiraría a hacerme fotos al pie de esos monumentos reciclados en mi imaginación ni firmar mi obra con una placa conmemorándome, no aspiraría siquiera a la notoriedad. Moreno Claros ha escrito una biografía de un viejo filósofo --nació viejo-- y procura que al lector le quede muy claro cómo era Schopenhauer persona, su obsesión por brillar a toda costa, por ser reconocido por sus contemporáneos como un gran filósofo; se creía un genio y quería que los demás lo reconocieran como tal; era petulante y altivo, pero cuando por fin le sonríe la fama trata a la gente de maravilla. Queda muy claro sobre todo que lo único que le importó en su vida fue la filosofía. Por buscar la verdad y resolver el enigma de la existencia o solo por brillar y que lo estimaran y quisieran, eso lo decidirá cada lector, si quiere. Tampoco importa mucho. Las cosas pasan como las personas.