He dedicado más de 30 años a la Política, con mayúsculas, entendida como servicio sin horas, codo con codo con compañeros del PSOE con quienes he compartido la noble ilusión de hacer avanzar la sociedad para que sea más justa, más democrática. Esa larga trayectoria, tan limpia y llena de esperanzas que me permitió alcanzar la justa e impagable recompensa de sentir que mi gente, mi familia, mis amigos, mis compañeros, estaban orgullosos de tenerme a su lado, se ha visto empañada por una peripecia judicial que me ha hecho mucho daño. Después de cuatro resoluciones absolutorias, este calvario ha llegado a su fin y no quiero ni puedo quedarme callado. Desde el respeto, pero también desde la indignación, sobrellevaré el dolor sufrido si alimenta y renueva mi viejo propósito de hacer posible una sociedad mejor, más justa. Una sociedad que no permita que lo que me ha ocurrido pueda volver a suceder nunca.

Una mañana de principios de noviembre de 2015, el fiscal superior de Andalucía leyó una noticia en un periódico y ordenó verbalmente a funcionarios policiales a su servicio que le informaran. No es posible conocer por qué adoptó esa decisión con esa noticia y no con otras, lo que sí sabemos es que, conforme jurisprudencia conocida, ni una noticia debe abrir una investigación, ni las órdenes verbales se ajustan a las reglas a las que debe sujetarse una decisión tan relevante.

El periódico contaba que quien figuraba como director de una dependencia administrativa no había ido nunca a trabajar allí, llevando al titular una frase de éxito: «funcionario fantasma». La situación, aunque a primera vista llamativa, tenía una explicación legal. Una norma del Estatuto Básico del Empleado Público permite reasignar funciones en otro puesto si es necesario para un servicio más eficiente. En este caso, el que «no iba a trabajar allí» había sido reasignado en Málaga para reforzar la Delegación de Cultura en un momento de iniciativas públicas que convirtieron esa ciudad en una referencia mundial.

Tras una primera investigación policial por teléfono, los funcionarios la ampliaron, advirtiendo ya en su informe escrito que el empleado en cuestión había trabajado en Málaga «por razones operativas» y que «no había existido duplicidad de retribuciones», concluyendo que podía tratarse de «una mera irregularidad administrativa». Es decir, policialmente comprobaron que se habían reasignado funciones pero no se había regalado un sueldo a nadie. Ni rastro de «enchufismo».

Cuando tuve noticia de que el fiscal superior dirigía su investigación contra mí, le comuniqué fehacientemente mi voluntad de comparecer, para defenderme y explicarle el malentendido. Su respuesta fue una querella que obviaba la información policial y me atribuía haber designado a una persona para un puesto a sabiendas de que no lo iba a desempeñar. Es decir, haber regalado un sueldo a «un amiguete».

Así es como en abril de 2016 comenzó una causa penal contra mí por la que un miembro del ministerio fiscal, cuyo nombre prefiero ignorar, en noviembre de 2016 me acusó primero de un delito de prevaricación, por cierto desconociendo la ley aplicable al solicitar la pena de 14 años de inhabilitación especial, provocando la apertura del juicio oral y, con ello, la entrega en el mes de diciembre de mi acta de diputado autonómico. Al final de una prueba del juicio abrumadoramente exculpatoria, este miembro de la fiscalía, de manera inesperada y sorpresiva, por los mismos hechos, me acusó además, de pronto, de un nuevo delito de falsedad en documento oficial, pidiendo que me impusieran cinco años de prisión y una cuantiosa multa. Cualquiera entenderá cómo fueron aquellos momentos para mí.

Días después, el 10 de febrero de 2017, el TSJA me absolvió porque aun no compartiendo la interpretación normativa defendida por los servicios técnicos, declaraba probado que en ningún caso hice esos nombramientos a sabiendas de su injusticia, ni hubo «enchufismo», ni regalé sueldos a compañeros de partido. El tribunal concluye que hice frente a necesidades públicas con los instrumentos jurídicos de que disponía. Sobre el delito de última hora de falsedad ni siquiera admitió tal acusación. Pero ese fiscal recurrió al Tribunal Supremo, que confirmó la absolución por prevaricación, aunque pidió al TSJA que tramitara la acusación por falsedad documental. Así lo hizo, en un nuevo juicio en el que tuve que escuchar de nuevo a ese fiscal, que miraba durante su soflama a la prensa del público, atribuyéndome hechos por los que el Supremo ya había confirmado mi absolución. Días después, el TSJA dictó una segunda sentencia absolviéndome también de ese sorpresivo delito de falsedad. Pues bien, de nuevo ese fiscal intentó recurrir al Tribunal Supremo, de modo tan infundado que sus propios compañeros fiscales han desistido de su recurso, dando paso a la cuarta y última resolución que pondrá fin a este calvario. ¿Y ahora, qué? Tengo la certeza de que si el fiscal se hubiera tomado la molestia de entender qué es un empleado eventual, si me hubiera escuchado antes de lanzar la querella, si hubiera leído con atención los informes de los servicios técnicos y, sobre todo, si hubiera atendido a las advertencias de los funcionarios policiales, habría evitado esta agresión injusta que me ha destruido políticamente y ha hecho sufrir tanto a mi gente querida.

Tengo la impresión de que las causas contra políticos, que tanto impacto social tienen, se abren y se extienden demasiado alegremente, sin el cuidado y prudencia que merece el manejo de un instrumento, como es un procedimiento penal, capaz de causar un daño tan irreparable. Es inaplazable denunciar ese populismo judicial que alimenta esa tradicional idea, tan propia de mentalidades autoritarias, de descalificar la política considerándola siempre como un ejercicio de juego sucio.

¿Alguien revisará las actuaciones de quien ha ejercido la acusación pública contra mí de un modo tan arbitrario que hasta sus compañeros han terminado desistiendo de sus propósitos? ¿Es posible imaginar como algo factible y probable esa malversación en el poder judicial perpetrada por aquellos que desvían las enormes potestades que los ciudadanos han puesto en sus manos utilizándolas al servicio de su interés personal, para alcanzar notoriedad, promocionarse, salir en la prensa, alimentar su ego? ¿Es pertinente reflexionar sobre si esa gravísima desviación de poder es impune hoy en España?

A la inmensa mayoría de jueces, fiscales y policías, honestos y sensatos, les pido que reflexionen. ¿Seguro que no conocen algún caso? ¿Se dan cuenta del daño que pueden hacer esos colegas solo por salir en el telediario? La función social que desempeñan los miembros del poder judicial es demasiado importante para que no deba someterse a controles y crítica: no cabe esconderse en el ancestral corporativismo.

Cualquiera puede imaginar mi sufrimiento durante estos dos años y medio, con todos sus días y, sobre todo, todas sus noches. Escribo estas palabras si sirven para que nadie más pueda abrir una investigación leyendo una noticia y dando órdenes verbales a un policía iniciando de manera tan imprudente una investigación penal. Para que nadie convierta sus enormes poderes y facultades judiciales o policiales en instrumento al servicio de sus particulares intereses y anhelos de gloria. Y, sobre todo, escribo estas palabras para que, si alguien sucumbe a esa tentación, quien lo sufra no se quede callado, nuestras normas establezcan sanciones y, lo que al final marcará nuestro grado de desarrollo como sociedad, nuestras autoridades depuren responsabilidades.

Por eso escribo estas palabras.

Levanto la voz porque quiero seguir encontrando fuerzas e ilusión para seguir procurando, al lado de mis compañeros, una sociedad más justa.

* Exconsejero de Educación, Cultura y Deporte de la Junta de Andalucía