Nunca estuvo claro el concepto de Europa ni desde los griegos, pues hasta los cinco primeros lustros del XVIII hubo incluso polémica entre dos grandes geógrafos, Humboldt y Carlos Ritter. Para uno, Europa era un apéndice de Asia; para el otro no era un subcontinente sino una entidad propia. En fin, que los eruditos alemanes no se pusieron de acuerdo, aunque tampoco lo hicieron anteriormente sus antecesores. Ambos tenían claro que los límites, por septentrión era el gélido océano Glacial Ártico; por el Poniente, el Atlántico; siendo la frontera meridional el Mediterráneo. Pero ¿por dónde nace el Sol? Pues más de lo mismo. Que si el Don era el límite; que si lo no. Hasta que Stranhlenberg en el primer tercio del siglo XVIII adelantó (en el sentido de las agujas del reloj) el lugar idóneo para el nacimiento de Europa en los Urales, continente que debe su nombre curiosamente a una bella fenicia --que no europea-- hija de un rey de Tiro, Agenor, raptada por Zeus en forma de toro.

Pero si en cuestiones de origen se acude a la mitología, y en cuanto a materias ponderables se han tenido dudas durante unos dos mil años, zanjándose solo el tema con una cadena montañosa suave, ¿cómo es que está ahora claro el concepto de Europa? ¿Cuál es?

¿Una base cultural? Roma dio un idioma a una parte del continente, la zona suroeste y Rumanía. Respecto a la unidad territorial basada en el Imperio Romano, esta solo fue motivo de expansión económica para que los comerciantes del imperio abrieran nuevos mercados. Esto no es una postura basada en la dialéctica historia del historiador soviético Serguei Kovaliov, sino en el gran aumento del territorio romano debido al optimus princeps de origen hispano, Trajano, quien acabó con el tributo que la Urbe ofrecía anualmente al rey dacio Decébalo (por cierto, apoderándose del tesoro del monarca de la Dacia y, de paso, de las minas de oro).

Esta cuestión militarista y económica parece que fue la causa de ser de Europa. Y no hay que olvidar a Carlomagno, de educación germana, con una relación conflictiva en sus matrimonios y en la relación con su hermano Carlomán. Su ambición le llevó a unir a los pueblos bárbaros con Roma; a la gente del norte con la cultura romana. Su ambición personal también parece que influyó en la supuesta creación de Europa: le hizo concebir una Europa que necesitaba a la zona mediterránea, pero partiendo del norte, al igual que Otón I y Federico Barbarroja.

Otro impulso europeísta vino de Napoleón Bonaparte. Su ambición le hizo conquistar Europa territorialmente. El revolucionario francés se coronó posteriormente emperador y en lugar de libertad, igualdad y fraternidad llevó a Europa destrucción, muerte, miseria y desolación (la actuación del ejército francés en Córdoba en 1808 trajo ruina, violencia, tortura... Aunque los principios de la Ilustración sí aportaron progreso y libertad). Napoleón, ¡buen puntal para Europa!

De nuevo Europa se intentó crear desde una perspectiva del norte, militarista y plena de ambición personal. En este caso correspondió a Adolf Hitler, dirigente nazi, que recibió el apoyo de los intelectuales y artistas, los empresarios y las clases medias y populares alemanas. Y a base de guerra casi consigue componer una Europa unida (en el terror, por supuesto). El megalómano germano recibió el apoyo de Italia, Hungría, Rumanía y Bulgaria, de la Francia de Vichy y de los checos y la admiración del gobierno español de Franco. Esto también es Europa. Y precisamente una de las naciones más beligerante económica y militarmente con el Continente, Gran Bretaña, es la que más lo ha defendido (en dos ocasiones en el siglo XX).

Otro paso más en la formación de Europa procedió nuevamente del norte, con la creación de asociaciones de los países más ricos e industrializados. Fue el germen del proyecto actual, un proyecto hecho a interés de la Europa rica del norte, abierto a sus parientes británicos. Una Europa del carbón, el acero y la industria, que acogió a la otrora potencia italiana. Una Europa dirigida por intereses. Una Europa que a través de sus dirigentes comienza a hablar de personas, pero incapaz de ayudar a los que no tienen nada más que miseria (aunque muy capaz de proteger a la banca descaradamente, que con las cláusulas del suelo ha llenado las arcas de los grandes inversores).

¿Qué es Europa? ¿La Europa de los mercaderes romanos? ¿La de los ambiciosos líderes germanos? ¿La del poderoso Napoleón nacido en el Mediterráneo occidental? ¿La Europa de los burócratas de Bruselas vendidos a los inversores de cualquier lugar para después recibir su pago? ¿La Europa de los que están al servicio del poder para, por ejemplo, «legalizar la cláusula del suelo» (precisamente alguno de estos servidores proceden de la zona sur y otros de más al sur)?

Habría que reflexionar sobre la Europa de la cultura, de las religiones y de otros conceptos, pero más bien parece que esta Europa ficticia es una Europa monetaria, no una Europa de la cultura, ni menos aún de las personas. Y habría que plantearse qué Europa queremos y, principalmente, cuál nos dejarán tener.