El único actor a la altura de la tragicomedia sigue siendo Carles Puigdemont. Mientras sus pretorianos se fragmentan en un llanto morado y diluido, en una especie de desfloración de la primavera nacionalista que ha pasado directamente al invierno crudo de la Constitución, Carles Puigdemont insiste en las ventajas de la vida en la distancia, la política telemática y el amor telefónico. Porque si para Puigdemont no es necesaria la presencia corpórea en el escaño para ser presidente de la Generalitat, qué va a opinar de otros menesteres. Estamos ante un hombre que ha hecho de su ausencia no exactamente una virtud, sino una necesidad convertida en mensaje. Allí sigue, paseando entre las sombras cetrinas de los parques parlantes, mientras el Tribunal Supremo investiga las tres transferencias a una cuenta en Bruselas de la Generalitat, efectuadas el 21 de septiembre y el 10 de octubre pasados: 139.700 euros que seguramente han financiado la estancia bruselense de Puigdemont y su séquito de cuatro exconsellers fugados desde el 2 de noviembre. Claro que podría haber habido algo de heroico en resistir en el gris de Bruselas, en medio de esos parques pelados por el frío con estatuas verdosas que te hablan bajo la ventisca, y en mantener la talla de una idea; pero cabe temer --y no sería nada disparatado conociendo al personal-- que lo hayan hecho a cargo de nuestros impuestos, de los ingresados por los catalanes independentistas, por los no independentistas y por el resto de los españoles a través del Fondo de Liquidez Autonómico. En esto Puigdemont sigue demostrando su coherencia: solo sirve a los intereses de una parte muy concreta de su población, pero para lograrlos está dispuesto a esquilmar todos los recursos, a echar mano de las economías de los confesos, los conversos y los opositores si hace falta, porque para eso está ahí la saca del Estado.

Pero el tío es eso, coherente: con su aspiración y con el espectáculo. Nadie está a su altura en la parodia de la realidad, en este planteamiento tan desaforado de vivir. President o nada, con sillón o sin él, y sin salirse de su condición de fugado a la deriva. Mientras tanto, en el Tribunal Supremo, el exconsejero de Interior Joaquim Forn y Jordi Sánchez, expresidente de ANC, ambos diputados electos de Junts per Catalunya, aseguran modositos y arrepentidos que renunciarán a su escaño si su partido, cuya lista encabeza Puigdemont, sigue con la vía unilateral para la independencia de Cataluña. Es decir: se desmarcan de lo que han venido defendiendo hasta que ingresaron en prisión. No son los únicos: también Carme Forcadell ha renunciado a presidir el Parlament, mientras el juez Llarena descubre, en los papeles que iban a quemar los Mossos, que el desvío de tres millones de euros para financiar el procés procedía, precisamente, del Fondo de Liquidez Autonómica, que no solo da para estancias pagadas en Bruselas y lecturas decadentes de Verlaine y Rimbaud. No: resulta que el procés, como muchos sospechábamos, ha podido financiarse por la solidaridad territorial, cuando resulta que defendían que deseaban pirarse --ellos, no toda su población, como se ha visto en las recientes elecciones-- porque «España nos roba». Por eso insisto en que Puigdemont es el único actor verdaderamente fiel a sí mismo: más allá de su aparente locura megalómana, una vez que traspasas determinados límites de vergüenza y pudor tu sinvergonzonería se vuelve ilimitada, y eres capaz de pagar procesos para salir de un país con el dinero que ese mismo país te da para pagar tu Sanidad y usar el resto para escaparte de vacaciones.

Así, mientras Forn, Cuixart y Sánchez renuncian a la independencia y Forn acusa a Trapero, a pesar de que él era conseller de Interior, y además militante y entusiasta de la independencia, y acatan ahora las vías constitucionales, mientras el juez Llarena concluye que ni Oriol Junqueras, ni los citados Forn y Sánchez podrán acudir a los plenos del Parlament mientras sigan en prisión --a ver a qué ciudadano le permiten ir a trabajar desde la cárcel--, Puigdemont persevera en la «trágica mojiganga» que escribió Valle-Inclán y ahora tiene su rostro esculpido en su cara de la moneda, que aún está en el aire. Más allá de lo que podamos opinar de la legitimidad de su causa y del expolio corrupto a las arcas de todos con que la ha llevado a cabo, estamos ante un hombre que impone su destino al de su comunidad. Este paso mesiánico de Puigdemont por su escenario está acabando de quemar sus huellas.

* Escritor