La camarera de Las Tendillas se preguntaba si la gente no iba a la Feria porque las terrazas de la plaza estaban abarrotadas, menos una. Le dije que había gente para todo y que la Feria, la Judería y las calles del turismo estaban a tope. Y ya contaba las horas porque al día siguiente descansaba y pensaba tirarse en el Real todo su descanso, que ya estaba bien de tanto servir veladores, que la sirvieran a ella. Lo malo sería que no podría volver en autobús demasiado tarde porque le habían echado el candado de cierre a las dos, con lo que tendría que retornar de la fiesta o andando o en taxi. El horario de recogida de los autobuses y ya casi la ausencia de aquellas casetas de las cofradías es algo notable en una Feria en la que cada vez las mujeres visten más de sevillanas y los caballos le dan a la fiesta un notable empaque. Que falta en la sombra porque no la hay en un Real tan viejo ya y en el que parece que los árboles no quieren crecer. Al contrario de lo que se creía hace años, la Feria de Córdoba ha ido creciendo en visitantes y en vez de resultar un espacio sin atractivos contiene todo el encanto que cada uno sea capaz de imaginar. Porque si uno no se fabrica su propia Feria la música de unas sevillanas y el anuncio de hamburguesas Uranga no te van a ayudar más. A no ser que vayas a una caseta popular, como, por ejemplo, la de la Diputación, te pongan una cerveza en vaso de cristal a 1.30 el tubo, mesas y sillas estén abarrotadas y el escenario ofrezca un espectáculo en el que alguien cante que «puede ser mi gran noche». A partir de ahí tienes que inventarte los momentos que vienen y echarle imaginación a lo que ves, a la música que oyes, al comportamiento del público, a los que bailan con las gafas de sol colgadas en su cabeza, y a las chicas que le ponen empeño a hacerse notar y resultar atractivas todo el tiempo. Quizá le sobre a la Feria lo que ya es excesivo en los Patios: todo el mundo se ha hecho tan fotoperiodista que quiere hacerle un retrato a cada maceta, cada flor y cada espacio de casetas. Y no está mal pero resulta algo cargante no vivir el instante y guardarlo en una foto para la eternidad, que no vas a volver a ver nunca. Cuando éramos chicos nuestras ferias eran de dos o tres fotos y muchas vivencias. Ahora los padres no sabrán qué foto de su hijo elegir para sacarla en papel y colgarla en un cuadro en el piso.

La Feria es un espacio para perderse y conectarse: puedes entrar en el Real, recorrerlo de arriba abajo, montarte en el trenecillo, ver miles de caras y no encontrarte a ninguna conocida. Y lo contrario: que sin pretenderlo te tropieces con medio mundo conocido. Es lo bueno de la Feria: la incertidumbre y la posibilidad de que esta pueda ser tu gran noche.