Parece ser que hasta finales del siglo XIII no se encuentra testimonio histórico indubitado que nos hable de festejos donde los caballeros alanceaban toros y, en ocasiones, morían. Gabriel de Tetzel, cronista del viaje a Castilla del barón Leon de Rosmisthal en el siglo XV, nos dice que, a su llegada a Burgos, fueron recibidos con fiestas de toros, en los que hombres a caballo acosaban y clavaban aguijones para enfurecerlos, y luego le soltaron perros que le sujetaban con gran fijeza, habiendo muerto en el lance un hombre y caballo.

Los Reyes Católicos, aunque no las llegaron a anular, dieron preferencia a las justas y torneos porque les desagradaban las corridas de toros y el cronista Fernández de Oviedo refiere el horror que sintió la reina Isabel en una corrida de toros a la que asistió en Medina del Campo. La razón la expone así Natalio Rivas: «Al ser cosa de árabes, las prevenían extraordinariamente, porque hasta en ese aspecto querían extirpar todo vestigio musulmán».

El Papa Pio V las prohibió en 1557. Y Carlos II,I con su Pragmática fue el artífice que llevó a cabo la más dura prohibición de las corridas de toros, junto con Carlos IV. Los Borbones, por franceses, tenían menos motivos para entender la fiesta nacional y quizás el pueblo, por español, más para demandar su restitución, así es que, paradójicamente, cuando volvió el rey absolutista Fernando VII tras su confinamiento en la Francia napoleónica, parte del pueblo y el clero se le entregaban gritando a coro ¡Vivan las caenas!, al tiempo que demandaban ¡Toros! ¡Toros!, como una reacción castiza, retadora y chulesca que reclamaba su victoria sobre franceses y afrancesados que le habían tratado de imponer costumbre extranjeras. Fernando VII los premió creando la primera escuela de tauromaquia, precisamente en San Fernando, Cádiz, cuna de la constitución liberal, mientras reprimía sin piedad las ideas liberales...

El Nobel Jacinto Benavente protestaba en estos términos cien años más tarde: «Se diría que todo se teme de la inteligencia y nada de la brutalidad». Y con él, toda una corte de ilustres que van desde Gabriel García Herrera a Tomás de Villanueva, hasta llegar a los regeneracionistas y noventiochistas del XIX, a los Costas, Ganivets, Unamunos, Barojas, Machados, etc., han censurado las corridas de toros, teniendo en Eugenio Noel su máximo apóstol, quien las consideraba como la «fiesta más soez e indigna del universo».

Pero también son españoles García Lorca, víctima propiciatoria sacrificada en el altar de la intolerancia y el fanatismo, quien, según nos transcribe Giovani Papini, dijo: «Si los humanitarios y puritanos extranjeros, que habitualmente están dotados de inteligencia más bien estrecha, fueran capaces de profundizar en el verdadero secreto de la tauromaquia, juzgarían de manera muy diversa a nuestras corridas». Y, en fin, Menéndez Pelayo nos dice que «dilucidar si las corridas de toros nos deshonran, o si son el menos bárbaro y el más artístico de todos los espectáculos cruentos dentro y fuera de casa, es obra de titanes».

Así, hasta nuestros días, las corridas de toros han levantado su polémica, pero nunca la muerte de un torero ha sido motivo de fiesta y escarnio. Eso pertenece a estos tiempos bárbaros.

* Comentarista político