Tiene siete años y está triste. Lleva así dos o tres días. No tiene ganas de jugar a la Play aunque su hermano le deje cogerse al Córdoba. No tiene ganas de churros. No tiene ganas de colorear los dibujos que su padre le ha imprimido aunque estén chulos de verdad, sí papi, superchulos, gracias, es que estoy un poquillo cansado.

Dos o tres días haciendo las fichas del cole con un metódico ensimismamiento que extraña e inquieta. Dos o tres días pidiendo las cosas muy bajito y metiéndose en la piscina por la escalera. Y lo más preocupante: dos o tres días durmiendo la siesta él solito, sin recibir coacciones de ningún tipo, una evidencia que denota inequívocamente que algo raro y hondo le pasa al niño ("Lo estamos perdiendo, Paqui", dijo su padre con un grave gesto de guasa cuando se percató de lo de la siesta voluntaria).

Y el caso es que cuando Abdel se fue hace más de una semana él se lo tomó bien, muy bien, con una mezcla de levedad infantil y madura resignación. Sus padres le dijeron lo que tenían que decirle, que Abdel tenía que volver con su familia, que quedarse con lo bueno (Abdel muerto de risa comiéndose un danonino, Abdel tirándose a bomba, Abdel mirándolo todo con las gafas nuevas...) era mejor que quedarse con lo malo, que como su amigo iba a volver el verano que viene no era un adiós sino un hasta luego... Total, que Pablo interiorizó el rollo con facilidad y se puso a hacer las cosas que suele hacer un niño de siete años con un buen trozo de verano aún por delante.

Todo se estropeó el día que escuchó lo que un señor muy serio decía por la tele: "Si no se aplican de una vez auténticas medidas de acción, los campamentos del Sahara pueden convertirse en un auténtico infierno dentro de no mucho". Desde el momento en el que Pablo las escuchó, aquellas palaras del hombre tan serio se hicieron una bola que rebota una y otra vez en su cabeza y en su pecho y en su barriga y lo traen en un sinvivir. Por eso ni Play ni churros ni dibujos para colgar en la tabla de su cuarto.

Por fin acaba contando lo que le pasa cuando su madre se sienta en su cama por la noche. Al principio responde con monosílabos y le dice pesada. Luego --cuando su padre entra de golpe imitando al tito Salva-- se ríe aunque no quiere reírse. Al final acaba echando la bola (al día siguiente estará como nuevo): la barbilla le tiembla y dos lágrimas grandes asoman a sus ojos cuando pregunta por qué la casa de Abdel y su familia va a ser un infierno si ellos no se han portado mal y el infierno es para los que se portan mal.

Su madre improvisa una respuesta con un nudo en la garganta: "Eso del infierno es una forma de hablar, Pablo. A veces exageramos al decir las cosas. Ya verás cómo el verano que viene Abdel está bien. Su casa no va a ser un infierno porque ellos no lo consentirán y porque aquí estamos nosotros y un montón de gente para ayudarlos. Te lo prometo, mi vida, duérmete tranquilo, te lo prometo".

Cuando Pablo ya ha caído, su madre sale del cuarto sigilosamente. Y mientras avanza hacia el salón por la oscuridad del pasillo refuerza la promesa que acaba de hacerle a su hijo con un "Como que me llamo Paqui" tan lleno de coraje que podría poner el mundo entero patas arriba.

* Profesor