Nadie ve extraño que en un supermercado alguien lea y relea la etiqueta del producto, interesándose por lo que va a comer, o que se muestre exigente con la calidad de la mercancía. Es nuestro derecho como consumidores, así como el de escoger, es otro ejemplo, la dieta que más nos parezca oportuna o los productos que más nos convenga de acuerdo a su calidad y a nuestro bolsillo. Pero me llama la atención que todo el cuidado que ponemos para preservar la salud del cuerpo con la alimentación, siguiendo con el ejemplo, no se corresponda ni la centésima parte con esa otra comida que da fuerzas al cerebro y al alma que es la información.

Con las noticias que consumimos, especialmente a través de las redes sociales, es como si renunciáramos a nuestra condición de consumidor, de ciudadano, como si no hiciera falta buscar y exigir la calidad que debe tener una información, al igual que el resto de productos. Con las noticias es como si bajáramos los brazos. La trazabilidad permite seguir a una lechuga desde la huerta al supermercado y, sin embargo, cuando se trata de información es increíble cómo se dan por verdaderos ciertos bulos de oscurísima procedencia y con fines más que sospechosos.

Hablo de todo esto, por ejemplo, por la cantidad ingente de vídeos, mensajes, falsos tuits y largos textos alarmistas en whatsapp que se han multiplicado tras la reciente tragedia de Barcelona. O por la campaña del presidente Trump para desacreditar a la prensa seria, precisamente, a base de noticias falsas que él mismo difunde.

No digo que haya que prohibir nada. ¡Faltaría más! Pero sí me gustaría que fuéramos tan inteligentes como para aislar a la mala información, que al igual que se ve a alguien presumiendo de marca de camiseta, haya gente orgullosa por ser un sibarita de la calidad informativa. Me encantaría que no fuera extraño escuchar a alguien diciendo que «yo sólo veo y remito informaciones contrastadas».