No sé lo que puede ocurrir el 1 de octubre en Cataluña. Lo que sí es seguro es que no será un domingo de principios de otoño normal. Y no por el cambio climático, pues es muy probable que aún haga calor durante el día y refresque por la tarde, sino porque, para ese día, el Gobierno de la Generalitat tiene convocado un pseudo-referéndum.

A medida que se acerque el día, la ciudadanía catalana irá recibiendo más presión política, social y mediática, pues la fecha está escogida para que sea el culmen de todo un mes de septiembre de exaltación colectiva. Desde la Diada, a principios de septiembre, en la que se hará un largo memorial de agravios (nada mejor que un enemigo exterior), hasta la Merced, el último domingo, ya en un tono de fiesta popular (una fiesta de afirmación con un tono muy familiar), todo está programado siguiendo un clásico manual de agitación política. El problema es que, al final, el día 1, todo dependerá de lo que hagan cada una de las personas que componen esa ciudadanía, y dependiendo de lo que hagan y cuántos lo hagan, el día 1 tendrá un significado u otro.

Para esa parte de la ciudadanía que se declara independentista, la decisión es simple: ir a votar y facilitar la votación. Sin embargo, la decisión ya no es tan fácil si concurre la circunstancia de ser un cargo en la administración pública en Cataluña o si se es un funcionario con alguna misión en la organización de cualquier proceso electoral (Junta electoral, policía, responsable de espacios públicos, etc.) porque si son pocos, una vez organizada la consulta y dada su ilegalidad, pueden encontrarse con un expediente disciplinario. De ahí que todo el proceso se esté haciendo con tanta apelación a la colectividad, con tantas firmas asamblearias, pues todos sabemos que así, además de que el grupo comprometa a los indecisos o más prudentes, se hace casi imposible, por razones de imagen internacional, un proceso de expedientes administrativos incoados por el Gobierno central que afectara a, digamos, mil o dos mil funcionarios.

Más compleja es la decisión de esa mayoría de la ciudadanía que no es independentista, pero sí nacionalista o catalanista. Su tesitura es difícil. Desde un punto de vista racional, cualquiera de las opciones es mala: si va a votar, está votando por una independencia que no quiere y en un marco jurídico que no comparte; si no va a votar, está dándole la razón a un Gobierno central que tampoco le gusta. Y, desde un punto de vista social (el de el qué dirán los otros), no ir a votar es señalase en un determinado sentido, y más en el ambiente totalitario en el que se está moviendo el nacionalismo catalán, especialmente en localidades pequeñas y en algunos círculos de Barcelona. Algunos buscarán una escapadita a la playa o a la montaña para no tener que tomar la decisión (especialmente los que no suelen votar en las elecciones), y no pocos no irán a votar sumándose al día siguiente a la opinión mayoritaria.

Es evidente que aquellos que están en contra de la consulta, que no son pocos, no participarán. Y, habrá, aunque sean una minoría pequeña, quienes intentarán, espero que pacíficamente, impedirla.

No sé cuántas personas tomarán qué decisión, ni lo que ocurrirá finalmente el día 1 de octubre. Puede que sea un día de mucha agitación y confusión o un día de calma tensa. Aunque más probablemente sea un día festivo sin complicaciones. Lo que sí sé es que el día 2 de octubre no será un lunes normal, porque será un día de recuento de víctimas. Y la primera víctima, como bien se sabe desde hace exactamente un siglo, será la verdad. Pero no será la última, pues, pase lo que pase, la segunda será la convivencia en Cataluña. Siendo la última, lo que no puede perderse nunca: la sensatez.

* Profesor de Economía. Universidad Loyola Andalucía