El pasado viernes, mientras medio país iniciaba sus vacaciones, el Gobierno aprobó los Presupuestos Generales del Estado del 2016. Unos presupuestos que, este año, se van a tramitar muy temprano, de tal forma que para finales de noviembre estén ya aprobados, y estén a salvo de las nuevas mayorías que, previsiblemente, se van a configurar a partir de las elecciones generales de finales de año.

Las razones para estas prisas por aprobar los presupuestos son varias. La primera es objetiva y es que es mejor para el funcionamiento de una economía el tener unos presupuestos aprobados que no prorrogar los del año anterior, máxime si en esos dos años ha habido una cambio significativo en la evolución económica. Las demás son de oportunidad: con estos presupuestos el Gobierno presenta su programa electoral para las elecciones generales, al tiempo que la mayoría absoluta del Partido Popular se prolonga durante el primer ejercicio del Gobierno que surja de las urnas, que puede estar o no liderado por Mariano Rajoy.

Y si en la forma de tramitarlo está presente el calendario electoral, su contenido es un previsible ejercicio de electoralismo. El objetivo de estos presupuestos es intentar convencer a los españoles de que, gracias a la buena gestión del Gobierno, en esta legislatura se ha pasado de estar al borde del rescate a hacer unos presupuestos que permiten bajar los impuestos, aumentar el gasto social, subirles el sueldo a los funcionarios y, todo ello, cumpliendo con los compromisos adquiridos con nuestros socios europeos de una senda de equilibrio presupuestario que debiera concluir en el 2018. Más aún, se pretende convencer a los votantes del PP del 2011 y, especialmente, a sus votantes más fieles, que el programa electoral de aquel año, a pesar de los incumplimientos de los primeros momentos, se ha cumplido dentro de lo razonable en el conjunto de la legislatura.

Coherente con este objetivo electoral, perfectamente legítimo, los presupuestos se basan en tres opciones típicas de política económica del Partido Popular: el objetivo de déficit público (en el -2,8% del PIB para el año que viene) es fijo e irrenunciable (lo que es loable); toda mejora en la recaudación debe ser trasladada a la economía en forma de bajada de impuestos; y, finalmente, toda mejora en el gasto corriente estructural debe ser destinada a otras partidas de gasto con mejores rendimientos electorales.

Aplicando estos principios se explica que la mejora de la recaudación fiscal, ya de este año, en vez de ir a apuntalar el objetivo de déficit de este ejercicio aún por finalizar, se haya transformado en una ligera rebaja del IRPF que se consolidará el año que viene, lo que determina que la previsión de crecimiento de los ingresos para el año que viene sea solo del 0,8% sobre este año, a pesar de que la economía española crecerá en el entorno del 3%. Por otra parte, las mejoras previstas, y aún por ver, en las partidas de gastos por desempleo e intereses de la deuda se aplican a un ligero crecimiento del gasto social (sanidad, educación, etcétera) y a la mejora de las retribuciones de los funcionarios.

Analizados con un cierto detalle, y a falta de muchas concreciones, los presupuestos para el año que viene son, en realidad y en sus fundamentos, una clara continuación de los de este año, con unos ligeros retoques que la maquinaria de comunicación del Gobierno se encargará de amplificar.

Estos presupuestos son lo que cree el Partido Popular que necesita para poder justificar su legislatura y poder armar un discurso electoral de gestión que olvide algunos desastres de la gestión política y los incumplimientos electorales. Unos presupuestos que contienen un claro mensaje a la base electoral del Partido Popular, lo que indirectamente es también un mensaje para los demás. Lo que no estoy seguro es si con solo su base el Partido Popular ganará las próximas elecciones, lo que haría estos presupuestos unos presupuestos fallidos.

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía