Siempre he pensado que una de las mayores sombras de nuestra ciudad, al menos en las últimas décadas, es la carencia de un relato colectivo en el que todo el vecindario nos podamos sentir identificados. Salvo el malogrado intento de la capitalidad cultural, que podría haberse convertido en una oportunidad para definirnos con lucidez ante el siglo XXI, falta en Córdoba un hilo que permita coser las diferentes piezas de un traje que con frecuencia no se adapta al cuerpo de muchos. A diferencia de otras ciudades cercanas, que sí que han sabido apostar por una mirada capaz de sumar energías e ilusiones, Córdoba continúa más cerca de la melancolía que del mañana. Más como una piedra que araña el suelo cuando cae que como una pelota que es capaz de saltar juguetona de un punto a otro del pavimento. Desbordados por un turismo que nos convierte cada mayo en un parque temático en el que vendemos una escenificación con más cartón piedra que vida, tengo la sensación de que las múltiples energías creativas y transformadoras que de hecho habitan en la ciudad terminan o bien por exiliarse, o bien por sobrevivir tímidas en el patio de la casa de cada uno.

En esa construcción por hacer, en la que, por supuesto tienen una principal responsabilidad nuestros representantes, pero también, no lo olvidemos, nosotros y nosotras en cuanto ciudadanas que no deberíamos limitarnos a contemplar la belleza, nos hacen falta referentes que vayan más allá de los frentismos que con frecuencia hacen de Córdoba un espacio sin aire. Necesitamos urgentemente voces que, haciendo del pasado memoria, o sea, justicia, sean capaces de escribir un relato en el que las palabras sumen, multipliquen y finalmente rimen en un futuro que nos interpela. Cualquier ciudad que pretenda ir más allá de su patrimonio tiene que ser necesariamente aspiracional. Y esa es una actitud ética que es necesario cultivar y cuidar. Se trataría de aplicar a nuestro sentir colectivo la misma ética del cuidado, tan ecofeminista, que las mujeres siempre han puesto en práctica en sus patios y terrazas.

No tengo ninguna duda de que Pablo García Casado, ese ciudadano que no ha dudado a destripar la realidad sin renunciar a la ternura de un niño grande, hará justamente mañana un llamamiento a ese sentido cívico que también tienen, o deberían tener, las fiestas que se avecinan. Frente a un mayo convertido en una especie de bucle de cuñas publicitarias, necesitamos que la ciudad viva la fiesta, tan necesaria para la salud de nuestros corazones, con la intensidad que experimenta el milagro de dejar de ser íntima para convertirse en plural. Estoy seguro de que el poeta que ha sido capaz de ponernos frente al espejo de nuestras miserias de ciudadanas y ciudadanos imperfectos hilvanará en su pregón más de una metáfora dirigida al alma de lo público. Porque, ya saben, lo personal es político, y por tanto también una fiesta, una celebración, una plaza vivida, es una manera de definirnos en cuanto comunidad. Una definición que espero que el poeta cinéfilo, que estudió Derecho para hacer mejores metáforas, nos lance no como el llamamiento a un duelo, algo muy habitual en esta ciudad, sino como un pasaporte que nos permita superar fronteras.

El pregonero García, en un abril que algunos pensarán que nos ha robado un demonio pero que simplemente se ha detenido gracias a nuestro talante depredador, nos anunciará mayo desde las heterogéneas emociones que nos individualizan y que, ese es el gran reto, también deberían servirnos de puente para reconocernos. Hará como si fuera un fiel discípulo de Italo Calvino e imaginará en voz alta cómo el agua que circula por debajo revienta al fin los adoquines. Enseñándonos como en esta ciudad, como en todas supongo, estar en las afueras es también estar dentro. First we take Manhattan, then we take Berlin.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba