Llegué a la tienda de consumibles de mi amigo Javier Ruiz tras estirar las piernas y, después también, de proveer viandas para mi casa y alegrar mis curtidas entrañas con la cotidiana visión de las jóvenes madres a los colegios. Javier Ruiz fue digno discípulo de aquel maestro novato y crédulo que fui yo. Pícaro y simpático, sin viso de mala leche, pues también los niños de aquel tiempo de depresión hacían sufrir con sus malas ideas. Era Javier un Cortadillo inquieto que tenía los saberes como soporte duro para entender la vida, y la calle o el entorno como campo de entreno para aquello en que el devenir lo tiene ahora: algo infinito donde curiosear o satisfacer la búsqueda de cuanto le aprieta en el pecho: para mí, es el gran viajero. Me alivia y es justo decirlo, que no sea hijo de mis carnes sino, nada menos, que amigo y entrañable. Bien nos conocemos y no llego, de padre, a sufrir con sus escapes porque desconozco cómo ni cuándo toma la bici, la moto, el coche, el tren o el avión para emprender con el dinero justo el viaje a Dios sabe dónde. Me cuenta, cuando está saciado, y yo rejuvenezco un poco con el entusiasmo de su aventura y la tranquilidad de que hizo el regreso con fortuna.

Pues no es para contar de Javier lo que esta vez me hizo tomar la pluma, sino por algo que afecta mi estado de ánimo desde siempre: por qué Alonso Quijano, un loco de remate, continúa siendo el protagonista de esa novela, revitalizada, año tras año, por los hispanohablantes y otros muchos. ¿Por qué no conceder, de vez en cuando, la luz a su escudero, que tantas veces lo arrancó de fatales atolladeros, desde el principio al fin de sus historias? El idealismo y la realidad, la fatiga, la impotencia o el dolor de tripas. "El trigo y la esmeralda". El brillo y la rutina o ¿la vulgaridad? La utopía y lo que andamos soportando; el hombre y la mujer, Juan Ramón y Zenobia... Don Quijote: aquel señor (no escribo señorito) con servidores y fortuna, entregado a cultivar su espíritu, como los monjes, no hubiera saltado al segundo capítulo del magnífico tocho de no ser por el grosero, gordo, iletrado pero imprescindible escudero; bajito, al parecer, para tener los sesos cercanos al terruño y los ojos pendientes de aquel amo infantil que, sin razonables o universales preocupaciones, no salía de un embrollo cuando ya en otro se encontraba. Dio en el clavo don Miguel con tales personajes. Pero yo voy a lo que voy: pregunté a Javier Ruiz, mi amigo ¿Soy, Javier, más Quijote o más Sancho? El no tuvo que pensarlo nada, como los que siempre dicen la verdad cuando va en serio. Tú, don Luis, eres las dos cosas. ¡Vaya, hombre! ¡Pues me dejó como estaba! Quiero decir, como diría cualquiera que piense un poco: ¿No puedo reposar con mi papel en uno de los extremos de la dicotomía? ¿Por qué Cervantes tuvo que matizar tanto hasta romper en dos y tan distintos a cada ser humano? Basta con diseccionar a uno para ver sus asomos de una u otra personalidad: a veces Sancho y, a veces, Quijote. El uno, permanentemente atento a mantener y sostener al otro por su insensatez y su locura. Quijote, incapaz de andar en recto, centro de atención y protagonista sin responsabilidad por sus chaladuras. Prefiero a Sancho, que siempre está ahí. Y estoy seguro, por su sentido práctico, por su evidente y generosa responsabilidad, de contar con él cuando yo no pueda.

* Profesor