Día tras día vemos cómo se amplían las negras estadísticas de siniestros laborales. Un total de 360 personas han muerto en España en los primeros sietes meses del 2016 durante su jornada de trabajo, lo que supone un aumento del 17,6%. El primer análisis de esta negativa tendencia desemboca en una ecuación lógica: a mayor precariedad del empleo más grandes son los riesgos y posibilidades de sufrir un percance en el puesto de trabajo. Estamos ante otro de los perversos efectos de la gran recesión. El aumento de la temporalidad y de la contratación a tiempo parcial está pasando una costosa factura con el deterioro de la salud de quienes se ven obligados a trabajar en condiciones de máxima exigencia física y mental. Si a ello se añade la reducción de inversiones en planes de prevención de riesgos nos hallamos con un panorama poco tranquilizador. Las causas de los siniestros laborales en España estaban tradicionalmente asociadas a incidentes físicos, mientras que ahora se relacionan de forma directa con infartos o derrames cerebrales propiciados por el estrés laboral. Tampoco la construcción es ya el sector más arriesgado, sino la hostelería, las actividades administrativas o servicios. Esta negativa radiografía exige una reacción colectiva. Todo antes que caer en la cómplice resignación de aceptar que el precio de tener un trabajo con el que ganarse el sustento sea poner en peligro la propia vida. H