La semana pasada, en la presentación en Sevilla de una biografía sobre mi abuelo, Manuel García Parody pidió más margen de actuación al trabajo de los historiadores, bandeados por la lucrativa inmediatez de las corrientes de opinión. Comparto en gran medida las palabras de Parody, al que quiero expresar públicamente mi agradecimiento sobre ese libro dedicado a la memoria de Miguel Ranchal Plazuelo, alcalde de Villanueva del Duque en tiempos de la República.

No obstante, los historiadores son los primeros en reconocer que lo acontecido no es el simple deslizamiento de un ábaco, y que su labor pasa por decantar farisaicos panegíricos, soflamas incendiarias y calculados o imperiosos silencios. Por ello, los que articulamos libelos o pequeñas gacetas somos de alguna manera el carbono 14 de las mezquindades de nuestro tiempo. Y si difícil es aún alcanzar el poso de la guerra civil, más lo es introducirse en el pozo de acontecimientos más cercanos.

Si las revoluciones son eclipses, a la manera de Pajín, no hay mejor conjunción planetaria para hablar de las últimas fraguadas en mayo. Abril fue para el clavel luso, aquella que permitió tocar poder para contemplar momentáneamente la arena bajo los adoquines. El mayo francés, no: eligió el aparato digestivo de los herbívoros para rumiar eternamente las utopías. Las revoluciones intentan apropiarse de un relato, y la primera víctima es la espontaneidad. Tanto en París como en el 15M se buscaron rupturas para alcanzar lo imposible, pero sin perder la socrática referencia del maestro. En las revueltas universitarias de la Sorbona flotaban las doctrinas de Marcuse, y Sartre rejuveneció con aquellos insolentes estudiantes, como lo hizo la emperatriz Victoria con Abdul, su sirviente hindú. En el 2011, el oráculo de la gerontocracia lo inspiró Stéphane Hessel con su Indignaos, casi un catecismo para los acampados en la Puerta del Sol.

Las ucronías dan pingües beneficios a los pronosticadores retroactivos; los que mitifican a Daniel el Rojo y ocultan el oportunismo de la clase obrera, aliada en un primer momento a aquella ola que iba a poner patas arriba el orden social. De Gaulle era militar, y la estrategia del divide y vencerás ya le sirvió a César para zamparse las Galias. Los sindicatos rebanaron unas interesantes mejoras sociales para desconvocar movilizaciones obreras, y dejaron a aquellos pardillos la lisérgica leyenda del soñador.

Si cincuenta años no han aposentado aquel cambio de era que asentó para los estetas la tiranía de la juventud, imaginen lo atrevido que es valorar la resaca de Sol. El 15M ha sido la más pacífica de las asonadas, una vindicación con patente española que en esta ocasión no inspiró a la élite criolla de las Américas, sino a una ciudadanía árabe que infructuosamente se creyó sujeto activo en el devenir de sus naciones. El 15M no ha sido un falansterio, pues sus líderes han tocado poder, y no solo un cacho. El suficiente para desmitificarse y ofrecer muy diferentes versiones. Carmena ha tomado el rol de matriarca romana, con sus desvaríos, pero también con su pragmatismo. Colau, sin embargo, se ha mostrado como la quintaesencia de la arribista, que forjó su pináculo en los desahucios y se une a la horda de mixtificaciones de los independentistas, haciendo del almirante Cervera un facha, y cantando la cara B de la arenga de Millán Astray, con esa versión de batucadas de Muera la Inteligencia. Tiene razón Parody. Y hay mucha distancia entre el pozo y el poso. Pero mayo sigue siendo encantador.

* Abogado